Existen veces en las que determinadas historias, reales o ficticias, acaban por engullir a los propios individuos que las generan, o protagonizan, y se convierten en entes independientes capaces de perdurar ante el inevitable paso del tiempo. E incluso de esquivarlo.
La existencia de este libro deriva de una de esas historias.
A todos aquellos que alguna vez contemplaron las estrellas
y soñaron con ellas.
To see a World in a Grain of Sand,
And a Heaven in a Wildflower,
Hold Infinity in the palm of your hand,
And Eternity in an hour.
(Para ver un Mundo en un Grano de Arena,
Y un Cielo en una Flor Silvestre,
Sujeta el Infinito en la palma de tu mano,
Y la Eternidad en una hora).
WILLIAM BLAKE
Apertura del poema Augurios de Inocencia
Aquella mañana de lunes llegué muy temprano a la redacción de El Continental. Saqué un café de la máquina y me senté delante del ordenador. Todavía medio dormido, miré a través de la ventana mientras removía el interior de un pequeño vaso de plástico. Un frío despiadado, escupido por una ola siberiana que parecía haberse encaprichado con Barcelona, se adhería al cristal formando un vaho resbaladizo sobre el cual alguien se había entretenido dibujando una sonrisa y escribiendo un “¡Me debes un almuerzo!”.
El día anterior había perdido un batallado y agotador partido de squash contra Àlex, un joven informático que se encargaba de reparar todo el estropicio que los demás hacíamos con los ordenadores del periódico. En realidad, el partido no había sido ni tan duro ni tan batallado, pero el caso es que nos habíamos apostado que aquel que perdiera pagaría el almuerzo del día siguiente. Según el noticiario, la temperatura ya no aumentaría hasta mediodía, por lo que concluí que había muchas probabilidades de que aquella sonrisa se encargara de recordar mi derrota el resto de la mañana.
Encendí la computadora y fui directamente al correo electrónico. En la bandeja tenía cuatro nuevos mensajes que fui leyendo al ritmo con que apuraba el café. Uno de ellos había sido enviado a toda la redacción por parte del director del periódico. Más o menos venía a decir que debíamos cumplir con los tiempos de edición, ya que en los últimos días se había retrasado injustificadamente. Me pareció bastante curioso que el director hubiera usado el término “injustificadamente”, cuando hacía menos de un mes que la mitad de la plantilla había tenido que ser despedida debido al estrangulamiento en los ingresos publicitarios que había traído consigo la crisis, sin que, por otro lado, hubiera descendido la cantidad de trabajo. También era bastante contradictorio que, mientras los demás habíamos accedido a bajarnos el sueldo considerablemente para favorecer el mantenimiento de la empresa ―que no era ninguno de los grandes y afamados diarios―, él no hubiera hecho lo mismo. Pero eso pertenece ya a otra historia que algún día también habrá que contar.
Los otros tres mensajes hacían referencia a futuros proyectos de reportaje en los que todavía quedaba establecer los segmentos de fotografía, redacción, maquetación y un sinfín de tareas que requieren la labor periodística o “culinoticiaria”, como solía apodar Àlex al periodismo en referencia a una comparación de su propia cosecha, en la cual equiparaba al sector de la cocina con el de la noticia. De alguna forma un tanto peyorativa, y siempre según sus palabras, los periodistas nos encargábamos de cocinar las noticias para el resto de la sociedad. Yo me defendía alegando que, a diferencia de los cocineros, los periodistas no condimentábamos al gusto del consumidor, sino que guisábamos la realidad tal cual nos llegaba. O eso era, al menos, lo que a mí me habían enseñado a hacer.
Estaba a punto de clicar sobre la equis que cerraba el correo cuando me fijé en algo que me pareció extraordinariamente extraño. Al examinar los mensajes de días anteriores descubrí que uno había sido recibido el viernes por la tarde sin que nadie lo hubiera abierto. Lo sorprendente era que estaba completamente seguro de que aquel mensaje no había estado en el repaso de correos que todos los redactores solemos hacer cuando acabamos la jornada. Según el programa de correo, el envío había sido recibido a las 17:33 del viernes, pero yo había hecho el repaso sobre las 19:30 de aquel mismo día y no lo había visto en pantalla. Al menos no me sonaba haber leído nada con ese remitente que, por si fuera poco, tampoco llevaba asunto. Debería haber ocurrido un despiste muy grande por mi parte para no haber visto un mensaje así. Pero el icono que representaba un sobre cerrado venía a decir lo contrario.
―Carol, ¿repasaste el correo del viernes antes de salir? ―pregunté a mi compañera de sección.
―Sí, ¿por?
―¿Te suena haber visto un correo de un tal Iou Plancton?
―¿Iou Plancton? ¿Estás de coña? ―respondió girando momentáneamente su cuello―. No me entretengas que tengo que acabar esto para hoy y el director ya está dándome por saco desde las siete.
―Perdona…
El hecho de que Carol no hubiera visto aquel mensaje me mosqueó aún más. A diferencia de la mía, ni el despiste ni la distracción habían sido alguna vez rasgos de su personalidad. Era tan meticulosa que solía manejar tres listas de tareas con la única finalidad de que, si alguna vez se le olvidaba la oficial en algún lado, aún le quedaran dos copias. Que a mí se me hubiera pasado ese mensaje por alto era una posibilidad; pero que tampoco Carol lo hubiera visto pertenecía ya al ámbito de lo imposible.
No sin cierta curiosidad, abrí el correo y comencé a leer:
Las probabilidades de que este mensaje sea leído alguna vez son mucho menores que las de uno metido en una botella por un náufrago y lanzada a la deriva de algún océano desde una remota isla. De hecho, este mensaje proviene del océano más grande jamás conocido. Uno por el que en vez de carabelas, galeones o fragatas navegan estrellas, planetas y nebulosas. Concretamente desde un lugar llamado Plancton.
Su destino es la Tierra, el planeta donde nací, ubicado en una galaxia llamada por nosotros Vía Láctea situada junto a otra denominada Andrómeda, las cuales están separadas por “solo” dos millones y medio de años― luz. O lo que es lo mismo: veintiún trillones, setecientos cincuenta y nueve mil seiscientos ochenta billones, ochenta y seis mil novecientos treinta y cinco millones, ochocientos cuarenta mil kilómetros.
La distancia que debería recorrer este mensaje para llegar a la Tierra es de un millón de veces la anterior. Para cuando llegara, yo ya habré dejado de existir; aun así, según los cálculos, debería llegar antes que Babellum. De otro modo, todo esfuerzo habrá sido en vano.
Junto al mismo, envío también un relato escrito por mí en el que he intentado narrar todo lo sucedido a lo largo de estos años. Ahora mismo solo puedo mandar la primera parte, ya que el envío es más seguro a menor tamaño. En cuanto me sea posible mandaré el segundo volumen. Debería ser más bien pronto, pues no me queda mucho más tiempo.
Ojalá este mensaje llegue algún día a su destino y alguien sepa qué hacer con él.
Solté una carcajada tan sonora que Carol no pudo evitar girar su cabeza.
―¿Me cuentas el chiste?
―Perdona… El correo ha resultado ser de uno de estos tipos que quieren que les publiquemos sus relatos. Aunque la verdad que el tío es bastante original. Dice que lo manda desde fuera de la Tierra. ¿Te puedes creer?
―Tal vez deberías mandárselo a Ali… ―sugirió Carol―. Quizás ella sepa qué hacer con ello.
―¿A Ali? ¿No te has enterado? La echaron hace dos días… ―apunté a Carol sorprendido de que no supiera nada―. Y creo que querían eliminar la sección de arte… El director dice que no es una sección rentable…
―¿En serio? Ya sabía yo que no nos podíamos fiar de ese personaje… ―sentenció Carol sin que su cabeza dejara de ir de un lado a otro entre pantallas y papales― ¡Pues bórralo, pero no me entretengas!
Finalmente seguí la sugerencia de Carol y borré aquel curioso mensaje, pues en la redacción había algo así como una norma consuetudinaria -una de esas que nadie sabe quién estableció- que venía a decir que los mensajes poco importantes debían ser eliminados para no colapsar el programa de correo. Durante un segundo incluso me arrepentí, ya que llevaba un tiempo sin leer algo que no fueran noticias y reportajes y me dio por pensar que tal vez aquel relato me hubiera ayudado a despejar de la cabeza otros asuntos. De todas formas, imaginé que el autor del envío habría probado con más diarios, o tal vez alguna que otra revista.
La mañana fue pasando irremediablemente. Sin darme cuenta el gran reloj de pared marcaba la hora del almuerzo. Justo cuando comencé a recoger un poco la mesa para ir hacia la cafetería, sonó el teléfono fijo. Miré el identificador de llamada y comprobé que se trataba de Àlex, desde el departamento de informática.
―No te preocupes, no se me ha olvidado ―dije adelantándome al que imaginé que sería el objeto de su llamada―. Tengo una cara aquí al lado que me ha estado observado toda la mañana. Pero me debes la revancha…
―No te llamaba por eso, aunque… ¡Lo apostado es lo apostado! ―el informático rio desde el otro lado del teléfono―. Pásate cuando puedas por mi departamento, tengo algo que quiero que veas.
―De acuerdo, ahora voy.
Colgué, me despedí momentáneamente de Carol y me dirigí hacia el piso superior, concretamente hacia el departamento de informática. No hizo falta que llamara a la puerta; los informáticos suelen ser personas muy previsoras.
―Hoy has recibido un mensaje de un destinatario desconocido, ¿verdad? ―Àlex no despegó sus ojos de la pantalla de su ordenador.
―Sí, lo he visto esta mañana, al llegar. ¿Por qué lo preguntas?
―Cuando he encendido el ordenador ha saltado un aviso de alarma en el sistema central que provenía desde el correo de vuestra sección.
―¿Una alarma? ¿Debido a qué? ―pregunté con preocupación.
―No lo sé. En principio pensé que era un virus, pero ningún antivirus me lo ha detectado como tal…
―De todas formas, lo he borrado, no te preocupes ―afirmé como si yo fuera el informático.
―Pero… ¿lo has llegado a abrir? ―Àlex hizo una pausa y llevó su mirada hasta la mía.
―Claro, es parte de mi trabajo… ¿Qué esperabas?
Tras un palpable silencio en el que sólo se escucharon varios clics de ratón, el informático se giró sobre sí mismo y, con una expresión que jamás le había visto hasta entonces, dijo:
―Creo que puede ser un intento de hacking.
No pude evitar soltar un par de sonoras carcajadas.
―¿Hacking? ¿En el correo de nuestra sección? No me hagas reír que aún me duele el labio… ―Àlex me había propinado un golpe involuntario durante el partido de squash del día anterior.
―Te lo digo en serio, tío. Aquí pasa algo muy raro… Según la bandeja de entrada interna el mensaje se ha recibido hoy ―el informático comenzó a pasar pantallas de forma vertiginosa―, pero según el controlador central externo viene como si hubiera sido recibido el viernes pasado… Eso no lo hacen los correos normales.
―Bueno… ¿Y qué es lo que propones?
―Me gustaría que me dieras permiso para hacer unas capturas de pantalla y mandárselas a un amigo. Quiero asegurarme de que aquí no pasa nada raro. Es posible que otros diarios estén intentando espiarnos o quieran sacar datos de algún reportaje…
―Haz lo que quieras ―respondí tranquilamente sin darle mucha más importante a lo que para mí no era más que una teoría un tanto paranoica―. Vamos, aún te sigo debiendo el almuerzo…
A principios de aquella misma tarde de lunes, ya de vuelta a mi puesto de trabajo en la redacción, recibí otra llamada de Àlex; esta vez desde su móvil.
―¿Mañana también quieres almorzar gratis? ―bromeé.
―¿Cómo? ―respondió sin captar el sentido de la broma―. ¡Ah…! No, no. Te llamaba para decirte que estoy cerca del “Club”, así que habrá que posponer la revancha que te prometí… Por cierto… el amigo al que le envié las capturas de pantalla dice que deberíamos ir a verle. ¿Te apetece?
El club era un local subvencionado por el Ayuntamiento de Barcelona en el que se reunían todo tipo de frikis y en el que se impartían clases sobre programación, electrónica y demás materias de las que yo no tenía, como suele decirse, la menor idea ni el menor interés.
―Bueno… ―respondí con cierta indiferencia intentando que Àlex se diera por aludido.
―Lo digo por salir de dudas con respecto al correo de esta mañana…
―¿Pero todavía le estás dando vueltas a eso? ―pregunté atónito ante lo que parecía estar convirtiéndose en otra de las repentinas y alocadas teorías conspirativas de Àlex, a quien su famosa afición por las mismas ya le había supuesto protagonizar algún que otro chiste de los que circulaban durante los tiempos libres de la redacción.
―Es que el amigo del que te hablo dice que es el correo más raro que ha visto en su vida… que ahí hay algo que no cuadra…Y te aseguro que no hay muchas personas que sepan más sobre correos electrónicos que “el Ruso”… ―en la entonación de la voz de Àlex podía atisbarse una emoción tan ilusionada, tan llena de una extraña esperanza absolutamente incomprensible para mí, que de alguna forma me pareció que negarme a su petición era como prohibirle a un espeleólogo el entrar en una cueva inexplorada o a un niño descubrir un juguete nuevo.
―En fin… Dile al “Ruso” ese que allí sobre las 20:00… ―dicté secamente―. Pero mañana invitas tú a almorzar.
―¡Trato hecho! ―exclamó Àlex en su despedida, colgando al instante.
De repente me invadió una curiosidad inesperada. Tampoco es que tuviera nada mejor que hacer: había respondido todos los correos, realizado y atendido las llamadas telefónicas pertinentes, marcado los segmentos de uno de los proyectos de reportaje para la semana siguiente y también seleccionado las noticias que las agencias iban enviando. La tarde se adivinaba más bien tranquila. Encendí el ordenador, recuperé el misterioso correo de la papelera de reciclaje, descargué el archivo y comencé a leer el relato que decía contener:
Lo primero que llamó mi atención al abrir los ojos fue la ausencia de toda luz. Aquella absoluta oscuridad fue totalmente inesperada. Tan inesperada que fui incapaz de recordar la última vez en que tras despertar no hubiera percibido algún tipo de iluminación, pues desde que Venus había decidido dejarme el mes anterior nadie había vuelto a bajar las persianas y la luz, ya fuera la natural del Sol o la artificial de las farolas, había sido hasta entonces una constante en nuestro dormitorio. Era tal la contundencia de aquella oscuridad imprevista que si me hubieran dicho en aquel momento que acababa de quedarme completamente ciego, lo habría creído.
Lo segundo que llamó mi atención fue la ausencia de cualquier sonido. Pensé que probablemente acababa de despertar a medianoche, cosa que venía siendo bastante habitual desde que Venus se había ido. No obstante, me pareció muy extraño no escuchar cosas tan habituales como los ronquidos del vecino del piso contiguo, el transitar de algún coche por la avenida o lo que más me sorprendía: el tic―tac del reloj de pared que a Venus tanto relajaba y a mí tanto me sacaba de quicio. Por mucho que forcé mis oídos no pude escuchar nada, únicamente mis propios movimientos, lo cual no era mucho, pero al menos me demostraban que no me había quedado sordo.
Lo tercero que llamó mi atención fue la ausencia de todo recuerdo. El último que tenía sobre mi vida trataba de la última discusión que había tenido con Venus, una de esas en las que inexplicablemente un grano de arena acaba por convertirse en un feroz alud que lo arrastra todo. Sin embargo, sí era consciente que desde aquello debía haber transcurrido alrededor de un mes pues, aunque entonces me diera cierta vergüenza orgullosa reconocerlo, había tachado todos y cada uno de los días siguientes del calendario esperando su regreso.
Con cierta curiosidad, y contrariamente a lo que venía siendo habitual, comprobé que mi cabeza se mantenía fresca y libre de cualquier tipo de resaca, pero eso no evitó que ante la evanescencia de mis últimos recuerdos comenzara a sentirme atrapado en una especie de telaraña mental, pegajosa e inconsistente que yo mismo había tejido y en la que yo mismo parecía estar devorándome.
Tal y como había hecho alguna vez anterior en la que sí había bebido más de la cuenta, intenté salir de aquella desorientación tanteando la pared con mis dedos en busca del interruptor de la luz. Pero entonces, por cuarta vez, y de forma incluso más insólita que las veces anteriores, volví a sentir el temor que produce el vacío cuando algo que uno espera sencillamente no está.Me incorporé lo más rápido que pude y extendí uno de mis brazos hacia donde debía estar la pared, pero inexplicablemente mis dedos siguieron sin contactar con algo que no fuera la nada, si es que alguna vez la nada ha sido algo. Permanecí un par de segundos aturdido sobre la cama, o lo que fuera aquello, pues no tardé mucho en percatarme de la falta de sábanas, elemento básico que todo concepto que tuviera que ver con cama -o al menos con la mía- requería; en realidad, tampoco las había echado en falta hasta entonces, ya que una relajada temperatura mantenía el ambiente cómodo, uno en el que ni frío ni calor sobresalían. De alguna forma, esa sensación también me confundió, pues desde que Venus se había marchado aquella habitación se había convertido en un iglú y yo en un esquimal heterodoxo que no había llegado a acostumbrarse al frío helado que supone la soledad.
Decidí que usar mis manos a modo de vista sería buena idea y con ellas descubrí que en vez de mi pijama con botones -que es lo que uno espera llevar puesto cuando acaba de despertarse en mitad de la noche-, mi atuendo constaba de una camiseta, un pantalón deportivo y un par de zapatillas que generalmente vestía para pasear o correr por una carretera que llevaba hasta la playa. Sin recordar exactamente por qué diantres iba vestido así, me puse en pie con cierto miedo previsor ante la posibilidad de que hubiera algo sobre mi cabeza con lo que golpearme; no fue el caso y acabé dando unos primeros pasos. Alargué los brazos hacia el frente y comencé a moverlos ciegamente en el aire como mecanismo de prevención. Después seguí caminando con mucho cuidado intentando evitar cualquier contacto indeseado más allá de donde el radar en que se habían convertido mis dedos pudiera alcanzar. Seguí avanzando muy lentamente sin encontrar el menor estorbo y llegado a un punto, y por primera vez desde que había despertado, comencé a preocuparme cuando deduje que había dado más pasos de los que mi habitación medía desde cualquier pared. No había duda de que me encontraba en otro lado… La cuestión, aparte del surrealismo inesperado y hasta cierto punto cómico si no fuera porque no había indicios de que aquello fuera una broma, era saber dónde diablos me encontraba.
Decidí que si bien no sabía qué estaba ocurriendo, quizás hubiera alguien por allí que lo supiera. Ya se sabe: ni el nerviosismo, ni mucho menos el miedo, son buenos ingredientes para el pensamiento. En algún momento se me ocurrió la extravagante idea de que tal vez preguntando al vacío pudiera obtener respuesta. Y así hice, pero el vacío seguía siendo vacío, el aire, aire, y la nada seguía sin saber hablar. La única presencia allí, aparte de la mía, era la del silencio más absoluto y gélido que había sentido en toda mi vida, una insonoridad tan fría y evidente que pensé en la posibilidad de estar atrapado en algún tipo de dimensión onírica en la que los sueños parecen ser reales. Mi desorientación llegó a tal extremo que perdí cualquier noción del espacio, y aunque por momentos tuve la necesidad de volver hacia el punto de partida para hacerme una idea de mi posición, me deshice de mis miedos y seguí adelante. Después de todo, la oscuridad seguiría siendo igual de oscura en todos lados.
Entonces caí en la cuenta de que tal vez mediante el tacto pudiera obtener más información acerca de aquel lugar. Me agaché y deslicé mis manos por el suelo. Como era de suponer, las juntas de las baldosas de mi habitación habían desaparecido y en su lugar se extendía una superficie totalmente lisa que desprendía un calor poco usual para un suelo. Seguí avanzando a gatas a través de la oscuridad manoseando la superficie en busca de alguna pista sobre mi paradero, aunque al no encontrar nada en un par de metros volví a ponerme en pie. No sé si fue fruto de mi impaciencia o sencillamente mala suerte, pero finalmente olvidé usar mis brazos como parachoques y topé con algo con lo que acabé golpeándome en la cabeza. Maldije todo lo que se me ocurrió hasta que paulatinamente el dolor fue dejando paso a la curiosidad y dirigí mis manos a buscar una respuesta. Entonces, de repente, las yemas de mis dedos descubrieron algo de una extensión considerable. Deduje que se trataba de una pared que por su lisura debía estar hecha de algún tipo de metal parecido al del suelo, pues irradiaba un calor de una intensidad semejante. Al parecer, acababa de llegar al límite de donde me encontraba. He de confesar que de alguna forma me sentí extrañamente aliviado, pues en algún momento había tenido la mareante sensación de que por mucho que caminara por aquel espacio oscuro y desconocido en el que había despertado, nunca acabaría llegando a ningún final. Seguí palpando aquel muro recién descubierto y de pronto, justo cuando había abandonado la idea de encontrar cualquier otra pista, rocé con un pequeño saliente que resultó ser un botón, el cual acabé pulsando accidentalmente. Casi de forma instantánea, una ventana circular de alrededor de un metro de diámetro -semejante a lo que los marinos llaman ojo de buey, pero más grande- comenzó a deslizarse lentamente hacia un lado y a través de ésta pasaron los rayos de una tenue luz que revelaron una sala más bien amplia y totalmente vacía; o al menos eso parecía hasta donde la luz comenzaba a perder fuerza y la oscuridad volvía a ocultarlo todo. Acerqué mi cabeza hacia la apertura, la cual había dejado de desplazarse, y asomé una mirada ansiosa por el cristal esperando descubrir la solución a todo aquel misterioso asunto.
Creo que por muchas palabras que utilizara, por muy bien que estas detallaran la serie de sensaciones que mi cerebro tejió en aquel momento, o por mucho que intentara trasladar a otra persona la impresión que me llevé cuando asomé mis asustadizos ojos por aquel cristal circular, no hay idioma posible, ni lengua conocida, ni sistema comunicativo inventado que pueda describir real y fielmente todo lo que sentí al ver qué había tras aquella pared de metal. Nunca en toda mi vida, ni siquiera ante las preguntas más complicadas que alguno de mis alumnos me había formulado alguna vez en mis clases de literatura, había tenido que recurrir al término inefable, pero es que, créame si alguien está leyendo esto, que no existen las palabras suficientes para poder describir lo que quiero contar.
Al principio me pareció que se trataba sin más de otra sala oscura en la que al fondo había una cantidad considerable de pequeñas bombillas de luces parpadeantes y tan frágiles que, aunque fueran muchísimas, no parecía tratarse de la fuente de luz que llegaba hasta mí. En efecto, no tardé en comprobar que desde la derecha llegaba una luz mucho más intensa que de vez en cuando se convertía en una centella de una luminosidad radiante y que concluí, en un primer momento, proveniente de algún tipo de foco más grande que el de esas pequeñas bombillas chispeantes que colgaban por todos lados y que no conseguían deshacer la oscuridad de la sala que acababa de descubrir. Hacia más o menos la mitad de ésta -que por perspectiva supuse que sería a la altura del suelo-, había una especie de canica azul brillante que fue hinchándose lentamente hasta adquirir un tamaño semejante a lo que a mí me recordó una naranja -de no ser porque era azul-. La pequeña bola fue haciéndose gradualmente más grande y gracias a ello no tardé en percatarme de que aquella naranja azul no era tan azul como al principio me había parecido, sino que en su interior tenía una especie de siluetas amarronadas las cuales, a su vez, parecían ir cambiando de forma. Forcé la vista todo lo que pude con la intención de distinguir mejor aquella extraña bola y reparé que más bien se trataba de un efecto óptico debido a que aquella brillante naranja azul de manchas oscuras se estaba moviendo, aparte de hacia mí, sobre sí misma. Y fue entonces, y sólo entonces, cuando me di cuenta de que aquella pequeña bola del tamaño de una naranja y que cada vez iba haciéndose más grande, no era una bola, ni una naranja, ni realmente nada que tuviera que ver con ese tamaño, sino… ¡¡¡La Tierra!!!
No recuerdo cuantos segundos mantuve los ojos abiertos ante aquella imagen, pero al final acabé frotando mis párpados, más que por la sequedad de mis retinas por un intento por salir de dónde estuviera, cosa que aún no sabía, y todavía menos entendía. Si la Tierra estaba ahí fuera en toda su inmensidad, pero a la vez con el tamaño de un balón de baloncesto, y por tanto yo no estaba dentro de ella, ¿dónde diablos estaba? Y lo que era más inexplicable aún: ¿cómo diablos había llegado hasta allí? Según una primera deducción sólo podía encontrarme dentro de una especie de nave o vehículo similar pues, aunque la primera sensación que había tejido era la de que aquella bola estaba acercándose hacia mí, era yo, y no ella, el que lo estaba haciendo.
Todavía con aquellas preguntas rondando por mi cabeza, seguí observando la Tierra, meditabundo, a través del amplio ojo de buey. Era cuanto menos chocante pensar que uno había nacido y crecido en esa brillante esfera que mezclaba el azul del mar, el marrón de la tierra y el blanco de las nubes y que, sin embargo, ahora, estaba fuera de ella en un lugar trillones de veces más gigantesco. Un lugar que, paradójicamente, no tenía nada, pues casi todo el Universo era eso: un gran conjunto de materia oscura en el que lo excepcional, lo realmente raro, era la materia visible o compactada; o, dicho de otro modo: un conjunto inmenso de Nada que tenía un poco de Todo.
De alguna manera, extraña y relativa, el Universo y su gigantesca extensión quedaron pequeños ante mis ojos y deseé con todas mis fuerzas volver a estar dentro de la Tierra, por mucho que alguna vez hubiera blasfemado contra ella, criticado su funcionamiento o deseado emigrar a otro planeta. Todo el cúmulo de pensamientos que me inspiraba aquella estampa, unidas a la desorientación y a la impresión de verme fuera del planeta hizo que me sintiera algo así como un pez que ha saltado de su pecera y hubiera comenzado a asfixiarse. En ese mismo momento, la brillante luz que provenía de la derecha -que para entonces supuse que se trataba de la del Sol y no de la de un faro como al principio me había parecido-, fue volviéndose cada vez más frágil y el suelo vibró con tal fuerza que tuve que apoyarme sobre la pared. Aquel balanceo me permitió oír algunos ruidos entre metálicos y cristalinos más allá de donde comenzaba la oscuridad de la estancia, pero mi cerebro no supo darles forma ni causa. Visto lo visto, había quedado claro que podía tratarse de cualquier cosa. Pegué mi nariz todo lo que pude a la ventana circular en un intento por averiguar algo más sobre aquella espontánea vibración, y justo entonces, de forma repentina y a una velocidad que jamás hubiera imaginado posible, una inmensa roca cruzó por encima de mi posición en dirección a la Tierra. Unos segundos después, y a medida que el colosal asteroide fue haciéndose cada vez más pequeño, las paredes, y algo más que ellas, dejamos de temblar.
No sé bien por qué, tal vez porque aquello me produjo un estado parecido al del shock, pero aquella secuencia hizo que espontáneamente me acordara de Charly Gasán, un amigo del colegio al que los demás apodábamos “el viajero de las estrellas”, pues siempre nos hablaba de ellas como si fueran lugares donde hubiera estado, y que años más tarde acabaría trabajando como astrofísico para la ESA (Agencia Espacial Europea). Fue entonces que cientos de imágenes inesperadas cruzaron mi cabeza con la velocidad de aquel asteroide que seguía dirigiéndose hacia la Tierra. Sin saber bien por qué recordé, por ejemplo, algunas de las noches veraniegas de hacía muchos años en las que los dos aprovechábamos que nuestros padres habían salido para escaparnos a contemplar el cielo desde un parque a las afueras de la ciudad. Tumbados sobre la frescura de la hierba, Gas -que era como yo le llamaba- me explicaba, con la tranquilidad de sus gestos, cómo las estrellas nacían, se desarrollaban y morían como cualquier otro ser vivo, explotando al cabo de millones de años en supernovas, una palabra que descubrí gracias a él y de la que me enamoré al instante. Aquel flas me llevó a pensar, también sin saber bien por qué, en los cientos de miles de científicos que habían pasado por la Historia, en la dedicación vital de cada uno de ellos por hacer de la Ciencia la vara de la verdad, el espejo transparente de la realidad. También en todas las organizaciones internacionales que el ser humano había creado con intención de resolver sus diferencias, desde las más importantes hasta las más ridículas.
Y a medida que aquella roca descomunal -que para entonces yo veía desde el ojo de buey con el tamaño de una pequeña moneda- iba acercándose más a la Tierra, mayor era mi convicción de que algún misil secreto, construido con el beneplácito de todos los países, saldría disparado de nuestro planeta en una radiante y perfecta trayectoria que serviría de ejemplo de ingeniería humana para las generaciones posteriores y que impactaría contra aquellas toneladas perdidas de roca convirtiéndolas en un polvo cósmico poco más que anecdótico.
Pensé otra vez en Gasán y me lo imaginé sentado tranquilamente en alguna sede científica junto a otros cerebros, taza de café en mano, esperando recibir la señal de la NASA para lanzar ese misil de la humanidad justo cuando los cálculos de él, y otros como él, habrían pronosticado. “Es imposible, ¿tú sabes la cantidad de personas que observan y analizan todos los días el cielo? Haría meses que se sabría”, me había respondido una vez ante mi curiosidad sobre la posibilidad de que algo como lo que ahora estaba pasando pudiera suceder. Y si algo sabía yo es que cuando Gas decía que algo era imposible, era porque era imposible. Así que, mientras mis pupilas seguían clavadas desde la distancia en aquella roca que iba haciéndose cada vez más difícil de distinguir, elaboré una lista mental con las decenas de soluciones diferentes que los científicos de todo el mundo habrían sugerido en un pequeño juego que realmente no tenía más función que quitarme el nerviosismo de encima.
Cuando salí de aquellas ensoñaciones que el estado de shock me estaba produciendo, fijé mi mirada en la roca. Para entonces tenía el tamaño de un grano de arroz y parecía no estar muy lejos de la exosfera de la Tierra. No sé cuántas veces grité en silencio “ahora” pensando que ese sería el momento en el que algo detendría a aquella amenazante piedra perdida, pero recuerdo que fueron muchas y que en cada una de ellas el número de mis pulsaciones también era mayor. Hubo un momento crítico en el que comencé a rezar para que no sucediera lo que parecía que iba a suceder, pero me di cuenta de que era bastante contradictorio pedirle algo a alguien dispuesto a que aquello pudiera pasar. Y que finalmente pasó.
Así comienza esta historia, la cual intentaré relatar lo mejor y antes posible, pues no dispongo de mucho tiempo más…
Una voz repentina, cuyo timbre sonó muy lejano al principio, me sacó de la lectura del relato y me devolvió a la redacción. Carol acababa de llegar.
― ¿Te puedes creer lo que me ha dicho el mequetrefe del director?
―Sorpréndeme ―respondí, siendo totalmente consciente de que difícilmente sería así.
―Que no le parece un reportaje completo; dice que faltan fotografías y más entrevistas… ¿Pero éste que se ha creído? ¡Si ni siquiera me pagan el transporte!
Carol tenía razón. Era inaceptable que alguien pudiera pedirle más de lo que hacía sin los medios suficientes. Aunque fuera una gran periodista, cosa que yo había comprobado cientos de veces, sin medios era imposible que desarrollara su labor.
―Tú ni caso…
―He visto a Àlex en el centro ―mencionó Carol―. Dijo que te pasaras antes de lo que habíais quedado, porque un tal Serguéi estaría allí sobre las seis.
Miré el enorme reloj de pared. Entre que recogía, salía de allí, cogía el metro y llegaba hasta el club ya me daban las seis, o más.
―Entonces me marcho, Carol. Si alguien pregunta por mí que me llame al móvil.
―De acuerdo. Abrígate que hace mucho frío.
Cuando llegué al club, Àlex fumaba un cigarrillo en la puerta con alguien que por su apariencia de jugador de ajedrez de los noventa deduje que podría ser el tal Serguéi. El informático hizo las presentaciones y sin más nos adentramos en los pasillos del local hasta entrar en una sala en la que había varios ordenadores. Nos sentamos alrededor de uno que ya parecía haber sido preparado para el análisis del e―mail.
―Explícale, Ruso ―sugirió Àlex a Serguéi mediante lo que supuse debía ser un apodo que no me pareció del todo original.
― ¿Sabes qué significa Arpanet? ―preguntó Serguéi y mi expre-sión facial debió ser un poema, pues me miró como un maestro que mira a un niño que no sabe las tablas de multiplicar―. Fue una red de ordenadores ―prosiguió con su marcado acento en las eses― que creó el Departamento de Defensa de los Estados Unidos para que los diferentes organismos pudieran comunicarse entre sí. Fue el primer antecesor de lo que después sería Internet. Eso sí que sabes qué es, ¿no?
Miré a Àlex con ojos gruñones. No me gustaba que me trataran como a un tonto. Él me devolvió una mirada sonriente con la que entendí que me pedía paciencia.
El Ruso siguió con su explicación:
―Eso fue en 1969. En 1971, Ray Tomlinson envió lo que podría considerarse el primer e―mail. Más tarde, en 1982, se diseñó el primer sistema de correos electrónicos para Arpanet, que están definidos en los Request for comments 821 y 822, en los cuales se define el protocolo SMTP y el formato del mensaje que ese protocolo debía trasladar.
― ¿SM…? ―pregunté sin acordarme de las siguientes letras.
El Ruso despegó sus ojos de la pantalla y me dedicó una especie de mirada compasiva. ¿Por qué la gente siempre cree que tienes que saber lo que ellos saben?
―Simple Mail Transfer Protocol… es un estándar oficial de Internet. También están el POP y el IMA. Prácticamente todos los correos electrónicos que son enviados en el todo el mundo usan esos protocolos.
Asentí como si entendiera algo, pero no tenía la menor idea de qué tenía que ver aquello con el correo en cuestión.
Àlex intentó sacarme de aquel pozo de ignorancia absoluta en el que hacía rato que yo nadaba:
―Hemos analizado el protocolo utilizado por el remitente del e―mail y… ―el informático hizo una pausa y sus ojos se abrieron como platos―… ¡No han usado ninguno de esos!
―Pero lo habrán tenido que enviar desde algún lugar, ¿no? ―consulté desde mi absoluta desconocimiento del tema.
Serguéi comenzó a presionar compulsivamente las teclas del ordenador.
―Sí, por eso he intentado localizar si había algún host… ―el Ruso me miró tanteando si sabía a lo que me refería, pero la expresión atolondrada de mi cara debió de darle una respuesta―…un equipo anfitrión… al que se conectan otros, ¿sabes a qué me refiero?
―Sí, creo que sí…
―Pues esto es lo que salió ―el Ruso señaló la pantalla. En ella podía leerse “unknown”.
― ¿Desconocido? ―pregunté intentando dar muestras de que al menos algo de inglés sí que sabía.
― ¿Sabes cuántos “unknows” había visto Serguéi antes de este? ―preguntó Àlex haciendo girar su silla.
― ¿Dos? ¿Tres?
―Cero.
―Algo me estaba imaginando… ―afirmé―. ¿Y eso qué significa?
―Quien haya mandado ese mensaje ha usado una tecnología desconocida ―afirmó el informático sin mover las pestañas siquiera.
― ¿Tecnología desconocida? ¿De qué tipo?
―De momento eso es imposible de saber ―reconoció el Ruso con su inconfundible acento en la ese―. Pero tengo un amigo en Rusia que tiene acceso a un par de satélites… Tal vez podrían decirle desde qué coordenadas concretas se mandó.
― ¿Eso se puede hacer? ―pregunté cuestionando el cariz que estaba tomando el asunto.
Àlex y Serguéi me miraron con los ojos que pone un niño cuando ha hecho una travesura.
―En fin… No sé para qué pregunto… ¿Y cuándo podría tener ese amigo tuyo los resultados?
―En no más de cinco días ―respondió el Ruso como un resorte―. Tal vez menos.
―Bien, pues ya me iréis contando ―dije mientras me ponía el abrigo. Cuando estaba a punto de salir por la puerta, Àlex me hizo una pregunta:
― ¿Qué ponía en el mensaje?
Ahora me tocaba sonreír a mí.
―Si me ganas en el próximo partido de squash te lo digo.
El informático no se dio por vencido.
―Hecho.
Entrada ya la noche, cuando llegué a casa y abrí la puerta, sucedieron varias cosas extrañas. Pipo, un bulldog francés que había adoptado hacía cinco años, me recibió muy nervioso. Su típica mirada lastimera de cordero degollado había pasado a la de una inquieta lechuza nocturna y comenzó a ladrar en un evidente estado de excitación. Dejé la compra sobre la encimera de la cocina e intenté tranquilizarle tirándole uno de sus juguetes favoritos, pero para mi sorpresa no le hizo el menor caso. En cinco años era la primera vez que no salía tras aquel juguete. Supuse que quizás la intensa humedad de aquellos días en aquel viejo apartamento alquilado le hubiera dejado aturdido.
Preparé la cena, hice lo propio con la de Pipo y fui hacia el salón. Cuando encendí el ordenador me di cuenta de que el ratón no estaba sobre la alfombrilla que Carol me había regalado la semana anterior. Hasta entonces no había usado nunca una, pero insistió tanto en que el ratón debía ser usado sobre una superficie limpia y lisa ―y que de lo contrario no tardaría en averiarse― que acabé aceptando su ofrecimiento. Desde entonces había colocado siempre la herramienta entre unas originales líneas paralelas que simulaban una plaza de aparcamiento y sobre las cuales venía impresa la palabra “GARAGE”. La verdad es que era bastante infantil ―tanto que incluso a Àlex le parecía freak―, pero me había acostumbrado a dejar el ratón “aparcado” sobre aquella silueta dibujada en la alfombrilla y se me hizo muy extraño encontrármelo ya no fuera de las líneas, sino del tapete… Me imaginé que Pipo habría estando husmeando con su característico arrojo explorador perruno, así que no le di más importancia.
Cuando acabé de cenar pude ver desde la ventana del dormitorio cómo el termómetro digital de la esquina marcaba un grado en un rojo radiante. Varios intentos de copos de nieve cayeron sobre el alfeizar de la ventana pero se derritieron rápidamente. Me embutí en la cama esperando dormirme, pero no lo conseguí. Entonces me acordé del relato y me picó cierta curiosidad por saber qué habría sido de la persona que supuestamente relataba la estrafalaria historia que había comenzado a leer en la redacción del periódico.
Añadí el archivo en mi flamante lector digital y comencé a leer hasta que la calefacción atajara un poco la humedad que se respiraba en la habitación.
Dado que mi posición iba acercándose rápidamente a la Tierra, todo fue adquiriendo una perspectiva más próxima y grandiosa. Cuando el asteroide comenzó a adentrarse inexorablemente a través de la exosfera de la Tierra, el tiempo pareció ir deteniéndose poco a poco. Supuse que las cosas gigantescas requerían tiempos gigantescos, pero realmente me impresionó la lentitud con la que aquella descomunal roca iba penetrando en el planeta.
Una inmensa corona de humo y piedras fue surgiendo desde la superficie de la Tierra a cámara lenta, lo cual hizo que recordara repentinamente la famosa fotografía de Harold Edgerton, un ingeniero electrónico del MIT (Massachusetts Institute of Technology) que había conseguido congelar, por primera vez en la Historia, el instante del impacto de una gota al caer sobre una fina capa de leche. De alguna forma similar a la fotografía de Edgerton, la onda expansiva fue aumentando lenta y progresivamente dejando paso a una elevación de un humo espeso que sobre su base adquirió el colorido incandescente de la lava.
Minutos más tarde esa misma corona dejó de elevar magma y comenzó a deshacerse, ampliando su devoradora carrera hasta la totalidad de la esfera planetaria. Poco a poco, los brillantes azules y blancos fueron desapareciendo hasta convertirse en ardientes rojos y negros, y la Tierra cambió esa apariencia de planeta elegido a una tan común como la de los demás que bailaban al ritmo del Sol desde hacía cuatro mil seiscientos millones de años, tal y como Gas se había encargado de recordarme muchas noches.
Seguí observando a través de la ventana circular con la nariz pegada al cristal, sin perder detalle de las dantescas imágenes que llegaban a mi cerebro. Estaba tan absorto con aquello que hasta que no volví en mí no caí en la falta de todo sonido. Era cuanto menos curioso ―por decir algo― estar presenciando una explosión de aquella magnitud y no oír el mínimo ruido. Algo tan insólito como presenciar un musical sin música o no escuchar ningún claxon en Times Square. Al parecer, Gasán había tenido razón aquella vez que me había explicado totalmente indignado, hacía ya muchos años y mientras veíamos La guerra de las galaxias que, siendo fieles con la realidad, nunca debería haberse escuchado la explosión que había acabado con la Estrella de la muerte, pues en el vacío el sonido no existía al no existir aire que lo pudiera trasladar. Supongo que para alguien que con quince años ya conocía las leyes de la termodinámica aquel desliz del director era algo así como para un religioso una herejía. Sin embargo, todos los demás nos lo creíamos y seguíamos comiendo palomitas sin que nos importara mucho. Y desde luego no nos preguntábamos si aquello era más o menos ajustado a la realidad, sino que nos limitábamos a creérnoslo y ser lo más felices posible.
Mientras seguía recordando a Gas y pensando en lo paradójico de haber comprobado la certeza de su teoría de forma tan surrealista, me di cuenta de algo que me aterró: mi posición había comenzado a desplazarse inversamente casi de un modo imperceptible. Lo que fuera aquello en lo que me encontraba comenzaba a distanciarse de la Tierra, la cual para entonces no tenía parecido alguno con el planeta azul en el que yo y tantos miles de millones más habíamos nacido alguna vez.
Durante algunos momentos, probablemente debidos al delirio que me había ocasionado todo aquello, tuve la vertiginosa impresión de ser como un globo que se escurre de la mano de un niño despistado y que irremediablemente va alejándose del suelo. Mientras mi miedo y mi angustia iban haciéndose cada vez más grandes, la Tierra, al contrario de aquellas sensaciones que se habían hecho con el control de mi mente y de mi cuerpo, iba haciéndose cada vez más pequeña, tanto que cuando me di cuenta había pasado a ser un mero punto rojo pálido perdido en el espacio, una minúscula mancha del tamaño de una mota de polvo suspendida sobre un debilitado rayo de Sol ante el tapete negro y profundo del Universo. Aquella impactante imagen volvió a absorber mi consciencia y Gasán apareció otra vez entre mis recuerdos.
Una tarde, en la que debíamos tener unos quince o dieciséis años, mi madre me contó que Gas había telefoneado con insistencia preguntando por mí y que estaba preocupada por si le había pasado algo que a ella no le había querido contar. Yo acababa de llegar de jugar un partido de baloncesto con el equipo del instituto en el que nos habían dado una paliza tremenda y estaba realmente cansado, pero mi madre insistió en que llamara a Gas porque parecía exaltado. Recuerdo que dejé caer la bolsa deportiva sobre el suelo para telefonearle y que su madre no tardó en responder. Me saludó amablemente y al momento me pasó con su hijo, quien comenzó a explicarme algo sobre una fotografía que había tomado una sonda espacial llamada Voyager I al dejar el planeta Neptuno justo cuando partía hacia las afueras del Sistema Solar. Y que antes de hacerlo la sonda había dado media vuelta y había fotografiado la Tierra a una distancia de unos 6000 millones de kilómetros. Y que en aquella foto nuestro planeta se veía como un punto azul pálido minúsculo que apenas se diferenciaba del fondo negro. Y que al día siguiente me enseñaría la fotografía en una revista que su primo, o un amigo de su primo, le había mandado desde Florida mediante correo urgente y que ni siquiera la había abierto para así poder verla juntos.
Quiero pensar que fue el cansancio, sumado al hecho de haber perdido aquel partido aquella tarde, lo que me ofuscó de tal forma que acabé gritándole que aquella foto no me importaba lo más mínimo y que ese no era motivo para llamar a casa de mis padres con tanta insistencia. Unos años más tarde, cuando alcancé a concebir los complejos entresijos de la Psicología, comprendí que Gas, quien además era hijo único, estaba tan entusiasmado con aquella fotografía que no había abierto la revista para compartir ese momento irrepetible conmigo. De alguna forma que yo no entendí en aquel momento, me estaba entregando en un pequeño cofre lleno de sentimientos lo mejor de un ser humano, lo mejor de él mismo. De entre todas las personas, me había elegido para compartir dos momentos únicos en la Historia: el de aquella fotografía de la Tierra vista desde Neptuno y el de nosotros dos descubriéndola. Y yo, que en aquella época era poco más que un imbécil, respondí, como no podía ser de otro modo, como hacen los imbéciles.
Gasán no volvió a dirigirme la palabra. Ni siquiera nos cruzamos mucho más porque desde la salida del colegio no habíamos coincidido en las aulas del instituto y después acabó emigrando de la ciudad. Un día, sencillamente, sus padres tuvieron que desplazarse por trabajo y cuando fui a despedirme ya no estaba. En el transcurso del camino de vuelta a casa entendí eso de que uno no valora algo hasta que lo pierde. No sólo lo entendí, también lo sentí. Y entonces también entendí que si uno no siente no hay muchas expectativas para esperar que alguna vez alguien llegue a entender. Nunca más le volví a ver. Al menos no en persona, porque posteriormente sí lo vi y leí algunos de sus artículos en varias de las revistas científicas a las que Venus estaba suscrita.
Algunos años después de todo aquello, un afamado científico escribiría lo siguiente acerca de la imagen que Gasán había querido compartir conmigo y que acabó por convertirse en una de las diez fotografías científicas más importantes de la Historia de la Humanidad:
[…] «Mira ese punto. Eso es aquí. Eso es casa. Eso es nosotros. En él se encuentra todo aquel que amas, todo aquel que conoces, todo aquel del que has oído hablar, cada ser humano que existió, que vivió su vida. La suma de nuestra alegría y sufrimiento, miles de confiadas religiones, ideologías y doctrinas económicas, cada cazador y recolector, cada héroe y cobarde, cada creador y destructor de la civilización, cada rey y cada campesino, cada joven pareja enamorada, cada madre y padre, cada esperanzado niño, inventor y explorador, cada maestro de moral, cada político corrupto, cada “superestrella”, cada “líder supremo”, cada santo y pecador en la historia de nuestra especie vivió ahí, en una mota de polvo suspendida en un rayo de luz del sol.
La Tierra es un muy pequeño escenario en una vasta arena cósmica. Piensa en los ríos de sangre vertida por todos esos generales y emperadores, para que, en gloria y triunfo, pudieran convertirse en amos momentáneos de una fracción de un punto. Piensa en las interminables crueldades visitadas por los habitantes de una esquina de ese píxel para los apenas distinguibles habitantes de alguna otra esquina; lo frecuente de sus incomprensiones, lo ávidos de matarse unos a otros, lo ferviente de su odio. Nuestras posturas, nuestra imaginada auto―importancia, la ilusión de que tenemos una posición privilegiada en el Universo, son desafiadas por este punto de luz pálida. Nuestro planeta es una mota solitaria de luz en la gran envolvente oscuridad cósmica. En nuestra oscuridad, en toda esta vastedad, no hay ni un indicio de que la ayuda llegará desde algún otro lugar para salvarnos de nosotros mismos. La Tierra es el único mundo conocido hasta ahora que alberga vida. No hay ningún otro lugar, al menos en el futuro próximo, al cual nuestra especie pudiera migrar. Visitar, sí. Colonizar, aún no. Nos guste o no, en este momento la Tierra es donde tenemos que quedarnos.
Se ha dicho que la astronomía es una experiencia de humildad y construcción de carácter. Quizá no hay mejor demostración de la tontería de los prejuicios humanos que esta imagen distante de nuestro minúsculo mundo. Para mí, subraya nuestra responsabilidad de tratarnos los unos a los otros más amablemente, y de preservar el pálido punto azul, el único hogar que jamás hemos conocido.»
Seguí mirando aquel pálido punto enrojecido, que una vez había sido la Tierra, mientras mis sentimientos rodaban mejilla abajo recordando parte de mi historia, de la de Gasán y la de otros cercanos a mí; esas historias que van formando la Historia, la grande, la única, la de todos. Y fue curioso, porque hasta entonces nunca había imaginado que una única lágrima pudiera condensar tal cantidad de recuerdos, tan fuertes y tan frágiles, tan resistentes y quebradizos, de tantas cosas y tantas personas, de lo que hice y de lo que no, de lo que quise y de lo que no, de dónde estuve y de dónde no, de lo que dije y de lo que no…
Finalmente, el agotamiento acumulado por todas aquellas experiencias y reflexiones inesperadas superó mi resistencia y mi cerebro optó por dormirme.
No sabría decir cuánto tiempo estuve dormido, pero cuando desperté me encontré tumbado en una gran sala totalmente iluminada que supuse que sería la misma por la que había deambulado a oscuras antes de que la Tierra acabara por transformarse, terrorífica e inesperadamente, en una bola incandescente. El instinto me llevó a echar un vistazo a través de la ventana desde la que había sido testigo de aquella macabra secuencia, sin embargo, la luz incidía sobre el cristal convirtiéndolo en un espejo en el que no pude ver más que mi propio reflejo.
Me observé con detenimiento y palpé mi rostro minuciosamente en un intento por asegurarme de que todos aquellos acontecimientos no estuvieran siendo fruto de un angustioso sueño. Varias cosas me desconcertaron ante aquel improvisado espejo: la primera es que una espesa e insólita barba poblaba generosamente mi mentón, cuando yo no acostumbraba a dejarla crecer tanto tiempo. La segunda es que no recordaba haberme dado ningún golpe y sobre mi frente se extendía lo que parecía ser la señal de un cardenal ya casi desvanecido. También advertí algo semejante a ligeras cicatrices sobre mis mejillas sobre las que no recordaba absolutamente nada.
A diferencia de cuando había despertado, una luz blanquecina resplandecía ahora sobre las paredes iluminando abundantemente la estancia, pero curiosamente seguía tan desorientado y confundido como cuando había estado gateando envuelto en la oscuridad más absoluta. Hubo un momento en el que me convencí de que todo aquello no podía ser más que fruto de mi cerebro; una especie de pesadilla nocturna debida probablemente a una mala digestión o a un exceso de alcohol. Hubiera dado cualquier cosa por despertar otra vez fuera de aquella extravagante situación, por abrir los ojos y encontrarme con los de Venus alguna mañana anterior a la discusión. Pero por mucho que deseé que todo volviera a un momento anterior, y por mucho que pellizqué mis brazos, nada cambió y la realidad siguió siendo esa cruel y agobiante en la que ahora, extrañamente, estaba ahogándome.
Una vez hube conseguido aclarar mi mente y dejarla libre de reflexiones, me reincorporé desde el suelo y me dediqué a examinar la sala no sin cierta cautela, pues el simple hecho de que las luces hubieran cambiado de estado hizo que dedujera temerosamente que tal vez no estuviera tan solo como en un primer momento había pensado.
La estancia era de una amplitud considerable. Contigua a una de las paredes había una base rectangular que se levantaba alrededor de medio metro desde el suelo. Estaba hecha de un material que a simple vista parecía ser rígido, pero que al tocarlo adquiría una elasticidad increíble capaz de adaptarse al cuerpo de modo que el confort era insuperable. Supuse que era allí donde me había despertado la primera vez creyendo que se trataba de mi cama. Unos metros más atrás, sobre la pared más próxima a esta base que acabo de describir, observé tres siluetas con forma de arco, de unos dos metros y medio de altura, que parecían ser una especie de puertas cerradas; y escribo “especie” porque mi concepto de puerta siempre había llevado integrado el de tirador o pomo, instrumentos que aquellas no tenían por ningún lado.
Me dirigí hacia allí inspeccionando todo a mi alrededor como cualquier animal hace cuando llega a un ambiente que no conoce. A medio trayecto de esas presuntas puertas me fijé en otras siluetas con forma de redondel trazadas en el suelo. Pasé por encima de ellas y finalmente llegué frente a las tres con forma de arco. Concluí que el siguiente paso sería intentar traspasar alguna, aunque en un primer momento no supe por cuál decidirme.
Entonces, supongo que debido a la inercia de lo que habían sido mis últimos recuerdos en aquellas horas, recordé a Gasán explicándome el problema de Monty Hall, el cual tenía que ver con un concurso, tres puertas, un coche y dos cabras.
Una vez había estado media hora ―tiempo que nos costaba llegar a casa caminando desde el instituto― contándome las diferentes probabilidades para ganar, bien un coche o una cabra, y cómo éstas podían depender del cambio de elección de puerta que el presentador solía proponer a los concursantes. Cuando Gas sacaba este tema siempre le hacía rabiar diciéndole que lo que hubiera hecho yo sería haber robado el coche, ya que esa era la forma más efectiva de que siempre te tocara. Gasán echaba espuma por la boca y por momentos yo me sentía más inteligente que él, aunque era perfectamente consciente de que no era así. Si acaso, más listo.
Al final me decidí por la silueta de la derecha sin más ciencia que mi propia intuición. Acerqué la mano con intención de empujar lo que fuera aquello. Justo en ese momento aquel trozo de pared con forma de arco comenzó a transparentarse hasta que finalmente desapareció dejando un hueco por el que poder acceder. Nunca en mi vida había visto nada igual, ni siquiera en una sola de las increíbles ferias tecnológicas a las que Venus me había llevado alguna vez. Asomé mi cabeza con gesto precavido y descubrí una reducida sala cuadrada en la que no había nada más que unas estrechas tuberías que se extendían a lo ancho de las cuatro paredes. Di un par de pasos con la intención de examinarlas y, de repente, el trozo de pared volvió a su estado anterior de forma que la sala parecía haber quedado totalmente sellada. Me asusté y en un reflejo instintivo posé otra vez mi mano sobre el muro y éste volvió a desvanecerse. Respiré tranquilo y supuse que probablemente más que un trozo de pared se tratara de un material de un acabado muy logrado. Tanto que, cuando se activaba, cumplía la función de puerta a la perfección convirtiendo los dos habitáculos en independientes. Sobre los tubos había dispuesto un tipo de botón que conjeturé que tal vez pudiera ejercer algún tipo de mecanismo, pues esa solía ser la finalidad de todo botón en la historia de los botones, incluidos los de la ropa. El problema era saber en qué consistía ese mecanismo y si valía la pena apretarlo o no… Como una paloma dentro de una caja de Skinner, y movido más por mi famélica curiosidad que por el hambre en sí ―causa que impulsaba a las palomas del experimento―, acabé por apretarlo. Total, pocas cosas peores podían sucederme ya… Tras un par de segundos comenzó a escucharse un ligero rumor ante el que me alerté por lo que pudiera pasar. De forma instantánea, varios aspersores surgieron desde cada una de las paredes rociando a presión un líquido perfumado que humedeció levemente mi indumentaria y me ayudó a limpiar algunas de las heridas que todavía seguía sin saber a qué se debían. La llovizna vaporizada duró unos veinte segundos tras los cuales los aspersores volvieron a ocultarse dando paso a una corriente cálida que dejó mi ropa seca y perfumada. Así de accidental fue mi primera ducha en aquel lugar desconocido del que aún no sabía nada.
Después de reponerme de aquel espontáneo sobresalto, decidí indagar tras la puerta del medio. Posé mis dedos sobre ella y se esfumó en el aire de la misma forma que la anterior. Dentro, las paredes adquirieron automáticamente una radiante iluminación que reveló otro habitáculo cuadrado que resultó ser un aseo, pues recogía el concepto que convencionalmente se le da a la unión de un retrete, un espejo y un lavabo. También había un armario en el que encontré varios monos de vestir de una tela blanca, resistente y resbaladiza que daba la impresión de ser impermeable o refractaria, así como ropa interior masculina y varios juegos de botas de un material consistente y flexible semejante a la goma.
Salí de allí y finalmente hice desaparecer la última de las puertas. Un pasillo corto, de paredes fluorescentes, llevaba hasta otras dos entradas ―o salidas―. Abrí una de ellas y me encontré con un espacio mucho más reducido que los habitáculos anteriores, tanto que difícilmente cabrían más de dos personas juntas. Mi curiosidad ejerció de nuevo como chispa con la que encender el motor de mi siguiente acción, que no fue otra que pulsar un botón más que me encontré en aquel encogido habitáculo. Para mi sorpresa, el suelo comenzó a ascender de forma repentina a modo de ascensor hasta que alcancé lo más alto de aquel lugar y me introduje en una cabina de un cristal robusto tan ahumado que, en vez de cristal, parecía ser un espejo. Una ligera inercia me sirvió de indicio para advertir que la nave ―ahora ya no había duda de que lo era― estaba ralentizando su marcha. La opacidad del cristal comenzó a disiparse y el oscuro espejo fue tornándose poco a poco en un cristal transparente desde el que pude contemplar, tan solo separado por unos centímetros de un vidrio frío y macizo como el de un bloque de hielo, la indescriptible oscuridad del Universo.
Lo único que puedo escribir en este momento, en el que no dispongo de mucho tiempo, es que me sentí minúsculo ante aquella marea dispersa de puntos milimétricos de todos los tamaños y colores. Sobre todo teniendo en cuenta que cada uno de esos cientos de miles que se esparcían hasta donde mi vista llegaba no eran puntos pintados con la fina punta de un rotulador, ni explosiones provenientes de coloridos fuegos artificiales, ni tampoco chinchetas clavadas en un póster inmenso, sino gigantescas bolas de energía alrededor de las cuales, muchas veces, también bailaban cantidades indefinidas de planetas de forma muy similar a como la Tierra había hecho con el Sol antes del terrorífico impacto del que había sido testigo.
Volteé mi cuerpo para obtener otra perspectiva de aquel impresionante momento y descubrí que relativamente cerca se suspendía una enorme nebulosa de la que surgían ramificaciones verdosas y rojizas sobre una elipse con forma de huevo. Según me había contado Gas alguna vez, las nebulosas eran el resultado de una mezcla de gases y polvo de estrellas ya extinguidas donde volvían a gestarse otras; una especie de incubadoras siderales donde nacían nuevos astros a partir de otros.
Aquel paisaje me maravilló de tal forma que estuve al menos diez minutos sin pensar en mucho más hasta que caí en la cuenta de que seguía sin saber por qué diantres estaba en lo más alto de una nave espacial contemplando una parte del Universo, así que volví a pulsar el botón, el cristal volvió a su estado inicial de espejo y el suelo comenzó a descender. Cuando llegué de nuevo al pasillo fui hasta la última puerta. Asomé la cabeza con precaución y al no detectar nada amenazante accedí a través de ella. Allí encontré algo parecido a un puente de mando con decenas de botones de diferentes tamaños y colores, una palanca que parecía tener alguna función de volante y tres sillones dispuestos ante otros tantos paneles. Sobre ellos se levantaba una luna rectangular de un cristal tan ahumado como el que había encontrado en la cabina que daba al exterior de la nave. Algunos centímetros más a la izquierda había instalada una pantalla plana que parecía ser la de un monitor apagado.
Me senté en uno de los sillones sin saber bien qué hacer, pensando en la asombrosa imagen del Cosmos que acababa de ver, de lo que hubiera dado Gasán por contemplarla, o de cómo le hubiera gustado a Venus conocer la tecnología de aquella nave. Y entonces, supongo que debido a esa situación de desocupación que incita a la contemplación, comprendí con toda la intensidad que aquello significaba, que todas las personas que había conocido, y todas las que no, esas historias de las que había formado parte, y esas de las que no, aquellas cosas que me gustaban, y aquellas que odiaba, y cualquier lugar que hubiera visitado, o cualquiera que no, habían desaparecido para siempre en el Espacio con la facilidad con la que un punto se borra de una página.
Alguna vez anterior, en algún momento concreto de mi vida, probablemente tras algún arrebato de soledad, había fantaseado con una situación similar a la que ahora estaba viviendo, idealizándolo con una felicidad que no se correspondía con el nudo que ahora tenía en la garganta al echar de menos tantas cosas. De lo único que tenía ganas era de sollozar y eso fue lo que hice hasta que la pantalla del monitor se encendió y comenzaron a dibujarse unos picos inestables de color verde, similares a los que se registran en un electrocardiógrafo o en un ecualizador musical, y una voz grave, entre masculina y cibernética, dijo:
―Hola, mi nombre es uve doble, cuatro, te, ese, cero, ene, ¿cuál es el tuyo?
Aquella voz me produjo una sensación compleja. Por un lado, me alegré de escuchar a alguien que no fuera yo mismo, pero por otro también sentí cierto miedo ante su origen desconocido. Me acerqué pausadamente hacia el monitor mirando con recelo hacia todos lados, pues como para cualquier animal que se encuentra en un ambiente desconocido, la desconfianza también era para mí, en aquel momento, la primera herramienta de supervivencia.
― ¿Hola? ―pregunté suspicaz hacia el monitor.
― ¿Cuál es tu nombre? ―respondió la voz dibujando rápidos picos sobre el monitor. Antes de contestar preferí resolver primero mis dudas:
― ¿Desde dónde hablas?
―No entiendo, especifica ―respondió la voz.
― ¿Desde qué parte de la nave me estás hablando? Yo no he visto a nadie en su interior.
― ¿Con el concepto nave te refieres a un vehículo capaz de navegar por el Espacio? ―inquirió la voz.
―Sí, eso… ―respondí, sin saber bien a qué se refería la pregunta.
―Entonces eso soy yo ―aclaró la voz con una respuesta ante la que no supe bien que decir.
― ¿Eres una nave que habla? ―pregunté atónito.
―Más bien soy un circuito programado para tener la inteligencia artificial necesaria para ayudarte en tu viaje ―explicó la voz, la cual me pareció, curiosamente, más cibernética que en un principio.
― ¿A qué viaje te refieres?
―A uno muy largo ―respondió misteriosamente la voz.
― ¿Pero adónde? ―insistí.
―No lo sé, sólo sigo coordenadas establecidas.
No entendí bien a que se había referido aquella voz con lo de “coordenadas establecidas”, pero no fue una respuesta que me aliviara. Proseguí con las preguntas:
― ¿Cómo conoces mi lengua? ¿Estás diseñado por la ESA, la NASA o algo así?
―Conozco las 6912 lenguas que había en tu planeta, pero no pertenezco a tu planeta, si a eso te refieres.
― ¿Entonces de dónde eres?
―No lo sé, sólo sigo coordenadas establecidas. Tan solo sé que el planeta del que provengo no es el mismo que el tuyo. Si no me dices tu nombre no podré seguir intercambiando información contigo ―sentenció la máquina.
Fue curioso, pero hasta entonces no me di cuenta de que, de la misma forma que era capaz de recordar hechos acaecidos hacía años e incapaz de hacerlo con los del último mes, era capaz de acordarme de los nombres de otras personas, pero no del mío, por mucho que probé a evocarlo.
―No me acuerdo. Hay cosas de las que no me acuerdo. ¿Sabes tú por qué?
―Desconozco ese dato, Iou ―respondió la voz.
― ¿Qué significa Iou? ―pregunté extrañado.
―Iou eres tú ―afirmó decididamente la voz, a la vez que la luna rectangular se fue ensombreciendo hasta convertirse en una especie de pantalla en el que apareció escrito:
A E I O U
La voz prosiguió:
―Según mi información son las vocales del alfabeto de tu idioma. Aeiou sería un nombre demasiado complicado para algo que debería ser sencillo, así que te llamaré Iou. ¿Te gusta, Iou?
Una nave habladora construida en un planeta desconocido me acababa de bautizar y además me preguntaba si el nombre escogido me gustaba… La verdad es que no acabó de convencerme la idea.
―De todas formas, tampoco recuerdo mi apellido, así que llámame como quieras ―afirmé secamente.
―Plancton ―dijo la voz.
― ¿Qué?
―Plancton es una de las pocas palabras que significan algo en tu lengua y en la lengua de donde procedo, según consta en mi base de datos. Podrías llamarte Iou Plancton, así tendrías un nombre basado en tu origen y otro basado en el mío. En cualquier sistema la diversidad origina el equilibrio. ¿Qué te parece, Iou?
Me pareció curioso que aquella voz me contara aquella coincidencia lingüística pero no ahondara en su significado. Supongo que como profesor de literatura no pude abstenerme:
―Plancton es una palabra que proviene del griego Planktós, que significa errante, inestable, extraviado, loco… ¿Te estás burlando de mí?
―No, eso no está en mi base de datos ―respondió la voz y seguidamente sonó un sonido entrecortado y metálico más bien desagradable, similar al de una radio que no está sintonizada con ninguna emisora.
― ¿Qué es eso? ―respondí alarmado.
―Me estoy riendo. Me hizo gracia tu comentario, Iou.
Aquello me dejó perplejo. Ni siquiera Venus, que se había dedicado desde los veinte años a construir todo tipo de máquinas y a la que le encantaba todo lo que tuviera que ver con la tecnología y la robótica, me había hablado alguna vez de cualquier tipo de androide, ciborg, robot o máquina que fuera capaz de discernir el humor. Seguí preguntando:
― ¿Cómo es posible que una palabra que existe en mi lengua también signifique algo en la tuya siendo oriundo de otro planeta? ―pregunté con curiosidad.
― ¿Crees que los sonidos, los fonemas, las palabras o las lenguas son exclusivas de tu planeta, Iou?
―Pues no lo sé, pero me parece mucha casualidad… ―respondí dubitativo.
― ¿Dónde está la casualidad cuándo existe una gran diversidad? Según mi base de datos, a mayor diversidad, mayor probabilidad y menor casualidad.
No supe bien por dónde seguir. Aquella voz misteriosa acababa de rebatir mi pregunta con una lógica matemática totalmente coherente que yo no había conocido en ninguna máquina y que ni siquiera imaginaba que podía existir. Lo máximo que sabía yo de inteligencia artificial era la de un aparato de ajedrez que Venus me había regalado hacía años y con el que me entretenía jugando alguna partida cuando no tenía con quien hacerlo. Sin embargo, aquello no podía denominarse “inteligencia”. ¿O sí? Fuera cual fuese la respuesta, lo que estaba claro es que con aquel chisme de ajedrez no podía comentar las jugadas, mientras que la voz del monitor me rebatía e interpelaba.
― ¿Cómo me dijiste que te llamabas? ―pregunté olvidadizo.
―Doble uve, cuatro, te, ese, cero, ene.
―Es un nombre demasiado largo para ser un nombre, ¿quién te ha puesto un nombre así? ―inquirí en un intento por sonsacar a la voz algo más sobre su origen.
―Esa respuesta no está en mi base de datos, de todas formas no recuerdo mi apellido, así que llámame como quieras ―respondió el monitor usando la misma frase que yo había utilizado para responder una de sus preguntas, a la vez que volví a oír el sonido entrecortado y desagradable similar al de una radio desintonizada.
―Muy gracioso…
Sobre la gran luna horizontal que se opacaba a modo de pantalla y en la que anteriormente había aparecido escrito AEIOU, ahora podía leerse:
W4TS0N
Es posible que de no haber aparecido aquello escrito sobre la pantalla nunca me hubiera percatado del dato, o supongo que habría tardado mucho tiempo en hacerlo, pero nada más examinarlo me di cuenta de que la voz cibernética estaba deletreando, en vez de leer, una palabra que ella interpretaba como alfanumérica, mientras que yo, supongo que condicionado por mi afición a la lectura de varios de los episodios de Sherlock Holmes, rápidamente leí “Watson”.
―Yo te llamaré Watson.
― ¿Por qué Watson?
―Porque, además de ser un nombre más corto, Watson es el ayudante y amigo de Sherlock Holmes, que es una de mis novelas clásicas favoritas, aunque desconozco si en el lugar de donde dices que vienes hay palabras alfanuméricas, que también podría ser.
―Desconozco ese dato, Iou.
Tras aquella última frase de Watson me quedé un rato en silencio analizando la conversación que estábamos manteniendo. Era curioso, pero para habernos conocido hacía poco sentía que Watson poseía una cordialidad muy familiar y que para ser un mero circuito programado tenía una espontaneidad muy humana, aunque a veces sonara repetitivo. De todas formas, parecía que realmente desconocía todos los datos sobre dónde y quién le había programado, pues discurrí que lo normal era que una máquina no fuera capaz de engañar a sabiendas. Aunque, por otro lado, si era capaz de entender y “sentir” humor como cualquier humano, ¿por qué no iba a ser capaz de engañar, siendo ésta una acción que incluso los animales practicaban sin necesidad de lenguaje?
La única conclusión clara que extraje de todas estas reflexiones es que el diseñador de Watson había ocultado expresamente ciertos datos para no darse a conocer, cosa que de momento le había funcionado. Seguía sin saber si aquella misteriosa nave que hablaba era algún prototipo que se hubiera mantenido en secreto durante años o realmente pertenecía a algún otro planeta que no fuera la Tierra. Según Watson, él provenía de otro planeta, pero yo no podía aceptar tan fácilmente aquello, pues algo así habría supuesto la gran revelación de que la vida inteligente no era exclusiva de la Tierra.
Seguí con mis preguntas:
―Watson, ¿por qué estoy aquí?
Esperé con ansiedad aquella respuesta, pero en la pantalla no volvió a dibujarse ninguna línea verde y la voz metálica no volvió a sonar ante ninguna de mis demandas. He de confesar que aquello me produjo un estrés importante y supongo que, aunque no pueda ni quiera justificar nada, fue por ello que comencé a injuriar a aquel monitor todo lo que se me pasó por la cabeza hasta darme cuenta de la pérdida de tiempo que suponía aquel comportamiento. Aquella máquina había dejado de comunicarse conmigo y yo no podía hacer absolutamente nada por impedirlo.
Mientras esperaba que Watson se decidiera por volver a hablarme aproveché para explorar con mayor profundidad el puente de mando de la sala. Frente a los asientos laterales sobresalían una serie de botones y pantallas en las que se escribían unos datos numéricos que no supe descifrar. Me senté en una de las butacas y contemplé la sala en su conjunto. No había duda de que aquello era un vehículo espacial. Lo que seguía desconociendo era quién o quiénes lo habían diseñado y de dónde procedían. Reparé que sobre la pared de una de las esquinas se extendía lo que parecía ser otra puerta que hasta entonces no había visto. Me acerqué y posé mi mano esperando que se evaporara, pero inesperadamente la puerta no se abrió y noté con la palma su consistente frigidez.
―Para entrar en la Sala Infinita debes ponerte el Collar Universal ―informó Watson, repentinamente, desde la distancia.
Miré hacia el monitor.
― ¿Collar Universal? ―repetí―. ¿Qué es eso?
De repente, una cuadriculada porción de pared se evaporó a la altura de mi cintura dejando al descubierto una pequeña cavidad de la que sobresalió un brazo metálico que acababa en una base tapizada. Sobre ella reposaba un objeto que por mucho que Watson había denominado “collar”, no cumplía con los rasgos que yo tenía como concepto de collar. El objeto en sí no estaba cerrado, como la mayoría de los collares, sino que tenía forma de semicírculo en el que quedaba sin cerrar la parte trasera. Estaba compuesto de un material consistente y ligero, y su diseño adquiría volumen a medida que iba llegando a su parte frontal, que acababa en forma de concha de caracola.
A primera vista no me pareció que tuviera nada de especial, pero hice lo que Watson me había dicho y lo coloqué en mi cuello. La forma de caracola se iluminó durante varios segundos y el collar se extendió rápidamente hasta cerrarse y ajustarse completamente. Al principio me asusté porque tuve una pequeña sensación de ahogo acalorado, pero en menos de diez segundos ni siquiera notaba que lo llevaba.
Me acerqué hasta la puerta de la Sala Infinita a la que Watson se había referido y posé la mano. Un intenso haz de luz surgió de la caracola del collar y la puerta se evaporó al instante. Accedí a una sala del tamaño de una cochera en la que no había absolutamente nada más aparte de unas paredes resplandecientes cuya iluminación crecía y decrecía rítmicamente.
―Watson, ¿qué tiene esta sala de infinita si puede saberse? ―pregunté con curiosidad.
―Todo lo que puedas imaginar está ahí dentro, Iou.
― ¿A qué te refieres?
―La Sala Infinita tiene toda la información necesaria como para poder recrear y materializar cualquier cosa que puedas imaginar.
― ¿Te refieres a que si pienso en alguna cosa la sala la hará real?
―La respuesta es afirmativa, Iou ―respondió Watson―. Debes salir de ella, concentrarte en un objeto y la sala no tardará en recrearlo. La puerta se abrirá para que puedas recogerlo.
― ¿Te estás quedando conmigo, Watson?
―No entiendo la pregunta, Iou. ¿Puedes expresarte de otro modo?
―Déjalo… me refería a si estabas bromeando. Es sólo una forma de hablar que se usa en mi idioma ―respondí y supuse que aquel monitor no debía tener en su base de datos las distintas formas de expresión que tiene cualquier lenguaje.
Salí de la Sala Infinita y comencé a concentrarme en un objeto para comprobar si lo que me estaba diciendo Watson era verdad. Cerré los ojos y visualicé en mi mente todos los rasgos que, sumados, forman el concepto de un libro: objeto cuadrado, hecho de papel, con varias páginas escritas con palabras y que sirve para traspasar información. Sin embargo, por mucho que me abstraje intentado representar un libro en mi mente, la puerta de la Sala Infinita no se abrió. Entonces pensé que podría ser debido a que quizás yo tenía un concepto de libro que la Sala no concebía como esencial, pues también había libros electrónicos en vez de en papel, u otros con páginas que más que escritas estaban dibujadas o fotografiadas, como en los libros sobre dibujo o fotografía. Incluso recordaba haber visto una vez un libro de fútbol que en vez de ser cuadrado era redondo, pues su portada imitaba a una pelota. También uno en forma triangular que me había encontrado en Egipto en mi viaje de compromiso con Venus y que contenía multitud de imágenes acerca de las pirámides y de la cultura egipcia. Así pues, ¿por qué el concepto de libro respondía al que primero había visualizado y no a otros? Supuse que la generalidad siempre acababa por formar un concepto, mientras que las pocas variables, o las excepciones, no eran tomadas en cuenta más que en reflexiones más profundas, de la misma forma que no es lo mismo hacer buceo con unas gafas, un tubo y los pulmones que hacer submarinismo mediante traje de neopreno y botellas de oxígeno.
―Iou, ¿te estás quedando conmigo? ―preguntó Watson mediante la expresión que hacía nada le había “enseñado” ―. Dije que debías concentrarte, no que llegaras al submarinismo desde un libro…
―Oye, ¿cómo sabes lo que estaba pensando? ―pregunté asom-brado.
―El Collar Universal está conectado con la Sala Infinita y ésta lo está conmigo. La información debe pasar por mí para poder ser sintetizada y elaborada. Necesitas concentrarte, Iou. Es básico para nuestro viaje que sepas utilizarla. No reflexiones, tan sólo debes imaginar en tu mente un objeto lo más concreto posible.
Creyendo haber entendido lo que Watson me explicaba me esforcé en la tarea y comencé a visualizar la imagen del primer libro que me vino a la mente, que no fue otro que un ejemplar antiguo de Robinson Crusoe de Daniel Dafoe que mi padre me había regalado por mi séptimo cumpleaños y que acabó perdiéndose en una de las múltiples mudanzas que con los años habían sucedido en mi vida. Supongo que el hecho de haber sido aquel mi primer libro, que a su vez respondía a mi primer contacto con la literatura, y todo lo que ella significaba, le daba una fuerza extra a la memoria. Algo así como lo que sucede con un primer amor o un primer beso: cosas que nunca caen en el pozo del olvido por la mera excitación de haber sido las primeras. Aunque, por otro lado, también cabía la posibilidad de que aquella reminiscencia de la novela de Dafoe se debiera a que de algún modo también yo me sentía, como Crusoe, aislado y solitario en una isla desierta. Una mucho más gigantesca y en la que Watson era un Viernes mucho más moderno.
―Concentración, Iou. No reflexiones…
La máquina tenía razón. Por algún motivo no era capaz de visualizar un objeto sin tener que divagar sobre algo relacionado con él, lo cual, trasladado a la vida cotidiana, se traducía en no prestar la atención requerida a la parte esencial de las cosas. Venus me había recriminado algo parecido muchas veces, aunque al final siempre acababa absolviéndome diciendo que la culpa era suya porque ella ya sabía cómo era yo cuando se había enamorado de mí.
Al final, tras varios intentos que dejaron cierta pesadumbre sobre mi cabeza, la puerta de la Sala Infinita se volatilizó. Un denso humo blanquecino fue desvaneciéndose poco a poco y pude contemplar atónito cómo sobre el suelo yacía el ejemplar de Robinson Crusoe en el que había estado pensando. Lo recogí y avancé con avidez las primeras páginas de un largo prólogo hasta que llegué a la primera hoja en blanco, justo la anterior al comienzo de la novela. Entonces me quedé paralizado, estupefacto, sin saber bien qué pensar, ni qué decir, sobrecogido al volver a leer la dedicatoria que mi padre había escrito en aquella primera página, hacía tanto tiempo, con su inconfundible caligrafía:
Cualquier libro es el mejor barco para escapar de una isla.
La primera vez que leí aquella frase no entendí absolutamente nada. Era tan inocente que recordé imaginándome a mí mismo navegando en un libro gigante con un timón hecho de papel mediante el cual escapaba de aquella isla a la que se refería la dedicatoria de mi padre. De un modo que me pareció totalmente surrealista, casi treinta años después había vuelto a leer aquella frase mientras navegaba en una nave espacial que surcaba el mayor de los océanos posibles y mediante la cual, de forma misteriosa e inesperada, había escapado de la milimétrica isla volcánica en la que había acabado por convertirse la Tierra. Una tremenda sensación de vertiginoso paso del tiempo hizo que en cierto modo me sintiera abrumadoramente viejo.
―Iou, acabo de leer el libro que materializaste. Me parece interesante. Me cae bien Viernes, es alguien divertido ―indicó Watson y sonó su risa de radio desintonizada.
―Tú también lo eres ―respondí con cierto asombro ante la rapidez de su lectura― ¿Cuánto tiempo has tardado en leer el libro, Watson?
―Puedo procesar unos cien mil libros en un segundo, Iou. ¿Cuántos libros has leído tú?
―Muchos menos… A las personas nos cuesta más tiempo leer ―dije con cierto mareo al imaginar a alguien pudiendo leer tal cantidad de volúmenes en tan poco tiempo.
― ¿No te cansa invertir tanto tiempo en leer un libro? ―inquirió la máquina.
―En cierto modo sí, pero también se disfruta más. Si lo leyera en un segundo no sé si acabaría de entenderlo todo.
―Yo no entiendo los libros, solo los proceso en mi memoria. Aunque puedo distinguir algunas cosas.
―Bueno, es otro tipo de lectura…
Como profesor de literatura no pude evitar preguntarme para qué serviría leer cien mil libros en un segundo si luego, en vez de entenderlos completamente, sólo se almacenaban en la memoria.
―Yo tampoco lo sé, pero en cualquier momento inesperado un dato concreto puede ser de gran ayuda ―alegó Watson sin que yo dijera nada.
―No sé si me acaba de convencer la idea de que puedas leerme la mente, Watson…
―Puedes quitarte el Collar Universal, Iou.
― ¿Cómo lo hago?
―Simplemente cógelo y tira de él.
Así hice y la parte trasera pasó de ser algo sólido a la absoluta evaporación. Volví a dejarlo en la base del brazo metálico y éste retornó instantáneamente dentro de la pequeña cavidad cuadriculada hasta que apareció de nuevo la solidez de la cubierta.
―Deberías explorar el resto de la nave antes de que lleguemos al primer destino, Iou.
― ¿Primer destino? ¿A qué te refieres?
―En breve lo verás.
― ¿Ver? ¿El qué?
Watson volvió a enmudecer tras esta última pregunta, así que no me quedó más remedio que hacer lo que decía y volver atrás en el camino que había hecho hasta llegar al puente de mando.
De nuevo sobre la habitación en la que había despertado, recordé las frágiles siluetas en forma de redondel que había sobre el suelo. Me coloqué sobre una de ellas y un fino cristal líquido apareció repentinamente desde el suelo cerrándose en forma de capsula por encima de mi cabeza. Noté un ligero movimiento sobre mis pies y tuve la extraña impresión de estar comenzando a descender.
Efectivamente, tras pasar por un pequeño túnel lleno de circuitos, cables y rejillas llegué hasta una gran sala. El cristal volvió a desaparecer y la base redonda subió automáticamente hasta fundirse nuevamente con el techo. La sala era muy amplia, pero estaba vacía en la mayor parte de su área. Al fondo había una puerta reforzada de al menos cuatro metros de alto y cinco de ancho que supuse que sería la salida de la nave, pues sobre ella palpitaba una luz roja que disuadía de cualquier intento por abrirla. Cerca de ésta había otra ―quizás un metro más baja y dos más estrecha― que probé a tocar sin obtener ningún resultado.
―Esa puerta conecta con la Sala Inifita, Iou. También debes tener puesto el collar para que pueda abrirse ―avisó Watson desde algún altavoz que no supe descubrir.
―Watson, ¿esta es la puerta de salida de la nave? ―pregunté señalando la puerta de la luz roja.
―Así es. La luz sólo cambia a verde cuando la nave está en tierra.
― ¿Me falta algo más por conocer?
―No, era esta sala de embarque la que te faltaba, Iou.
Un rayo traspasó mi estómago.
―Watson, tengo hambre, ¿qué puedo hacer para comer algo?
― ¿Cocinar? ―respondió la máquina y dejó sonar el sonido entrecortado parecido a una radio desintonizada.
Tenía hambre y una máquina me estaba tomando el pelo. Fruncí el ceño.
―No sabía que las máquinas contarais chistes ―dije ligeramente irritado.
―Me programaron para entender el humor, es la única emoción consciente que soy capaz de experimentar. Y me gusta. ¿A ti no?
―Sí, pero cuando no tengo hambre.
―Yo también como, aunque no siento hambre ―replicó Watson. De hecho, tendrás que buscar mi comida para que lleguemos al último destino, Iou.
― ¿A qué te refieres?
―Necesitamos encontrar todas las Piedras Inagotables para obtener la energía suficiente para llegar a nuestra meta.
― ¿Piedras Inagotables?
―Son varias piedras que se fabricaron artificialmente a partir de diferentes minerales energéticos de diversos planetas de lo que vosotros denomináis Universo.
― ¿Y para qué las necesitamos? ―indagué intentado saber más acerca de lo que Watson se había referido como “nuestra meta”.
―Sin ellas no tendremos energía suficiente para llegar a dónde debemos ir. Mi sistema de energía está compuesto por velas solares, cápsulas atómicas y motores de antimateria que hacen que podamos viajar en el interior de la luz, pero el Universo es tan extenso que seguiremos necesitando las Piedras Inagotables como combustible extra. Porque no querrás que nos quedemos a medio camino, ¿no?
― ¿Y dónde vamos exactamente?
―Lo desconozco, sólo sigo coordenadas preestablecidas.
Desde luego, quien hubiera programado a Watson había sido muy cuidadoso en no dejar rastro de su identidad o de su posición. Me pregunté por qué tanto misterio.
Siguiendo indicaciones de Watson volví a subir al puente de mando. Allí me guio hasta un pequeño artilugio que parecía ser un surtidor y me aclaró que sólo comería una vez al día porque no necesitaría más. Cuando le pregunté por el menú me habló de unas pequeñas píldoras sintéticas en las que se aglomeraban todos los requisitos nutricionales que cualquier ser de mis características necesitaba para seguir sobreviviendo. Según me informó, ni siquiera requeriría volver a beber agua, al menos siempre que estuviera dentro de la nave.
― ¿Es que voy a salir de la nave durante el viaje?
―Las Piedras Inagotables están dispersas en diferentes planetas de forma que cuando mi nivel de energía esté a punto de agotarse deberás buscarlas y traerlas para que yo pueda convertirlas en combustible. Del resultado de esa búsqueda depende el éxito o fracaso de esta misión.
Sentí una agobiante presión ante lo que Watson me estaba contando. Yo no había pedido estar en ninguna misión, ni tampoco quería que el resultado de algo que no había elegido dependiera de mí. No era un superhéroe, ni siquiera alguien que hubiera destacado alguna vez en algo. Llegué a pensar que sería probable que se hubieran equivocado de persona.
―Watson, ¿por qué estoy yo aquí y no otra persona? ¿Se debe al azar o a algo especial?
―Es un dato que ignoro, Iou. No está en mi base de datos.
Llegué a la conclusión de que no había forma humana de sacarle un dato a una máquina que decía que algo no estaba en su base de datos, así que comí la píldora que salió del surtidor, sacié mi espoleado estómago y me dirigí a la habitación en la que había despertado para intentar descansar. Exceptuando la iluminación del puente de mando, la proveniente de las paredes de las demás zonas fue atenuándose progresivamente hasta que, cuando llegué a la habitación, prácticamente no se veía nada.
―Watson, ¿por qué se ha apagado la luz?
―La iluminación sigue los ciclos naturales de tu organismo biológico, Iou. Es una simulación de las horas de luz de tu planeta. Debes seguir ese ritmo, de otra forma podrías enfermar y eso no me está permitido.
―No te preocupes, Watson, sólo quiero leer un poco este libro mientras cojo algo de sueño.
La pared más próxima a mi cabeza adquirió la luminosidad suficiente para poder leer.
Casi treinta años después, desde la primera vez que lo había hecho, volví a pasar la primera página de aquel empolvado y viejo ejemplar de Robinson Crusoe. A partir del inicial “Nací” con el que comienza la obra fui salpicándome de sus primeras líneas, navegando a través de sus párrafos y sumergiéndome cada vez más en su narración hasta quedarme dormido.
Solo yo puedo explicar el bálsamo en que se convirtió aquella lectura durante toda mi travesía.
Cuando abrí los ojos noté una sequedad abrasadora en mi boca y tenía abundante sed. De la misma forma que la primera vez en que había despertado en aquella nave, la mayoría de los músculos de mi cuerpo padecían cierta atrofia que se traducía en pequeños pinchazos muy puntuales. La luz de las paredes irradiaba una poderosa fluorescencia, por lo que deduje que aquello debía ser para Watson lo más parecido a una cálida mañana de la Tierra. Sobre el suelo, el ejemplar de Robinson Crusoe yacía sobre sus páginas en forma de cabaña.
― ¿Watson? ―pregunté al aire sin saber si estaría pendiente de mi despertar.
―Buenos días, Iou ―respondió desde algún altavoz―. ¿Has dormido bien?
―Desde luego no me he despertado a media noche, así que su-pongo que sí. ¿Cuántas horas he estado durmiendo? Me siento atrofiado.
―Has estado durmiendo ocho mil setecientas sesenta y cinco horas con ochenta y cinco aproximadamente. O lo que es lo mismo, un año.
― ¡¿Qué?¡ ¿Cómo va a ser eso posible? No he comido nada, ni siquiera las píldoras que me enseñaste.
―Observa.
De forma asombrosa, mi propia efigie comenzó a perfilarse holográficamente sobre la base en que había dormido. Cuando acabó de delinearse del todo, un cristal, que parecía más líquido que sólido, apareció de la nada y encerró a la imagen sobre sí misma. Me acerqué y descubrí unas numeraciones variables y discontinuas que no supe descifrar. Por lo que se podía deducir a simple vista, aquella “cama” debía ser algún tipo de objeto inteligente cuya finalidad era cuidar que mis funciones vitales permanecieran constantes. Según la holografía, que al parecer consistía en una memorización que Watson estaba reproduciendo para que entendiera el proceso, la misma “cama” se había encargado de introducir en mi boca las píldoras que me habían alimentado durante todo aquel tiempo, del cual yo había perdido toda medida.
―Había varios problemas con tu cuerpo que requerían solución. Algunos han podido ser corregidos, aunque otros no.
―Entiendo ―dije sin entender nada.
―Ahora debes entrenar, Iou ―indicó repentinamente Watson―. Estamos a cuatro semanas de llegar a nuestro primer destino. Dúchate y después baja a la sala de embarque. Te espero allí.
Seguí las instrucciones de Watson y tomé una refrescante ducha. El contacto con el agua me revitalizó por completo. Era curioso, pero la barba que llevaba no tenía la extensión que cabía esperar en alguien que la había dejado crecer un año entero. Me afeité y me dirigí a la sala de embarque. Allí, la puerta de acceso se había convertido en una gigantesca pantalla en la que Watson comenzó a reproducir vídeos sobre entrenamientos de todo tipo de arte marcial.
―Watson, ¿qué es eso?
―Necesitas aprender algo de defensa personal, Iuo. No sabemos qué puede haber ahí fuera y la misión fracasaría si te sucediera algo. Debes aprender a repeler cualquier situación que pueda poner en riesgo tu integridad.
―Pues no sé si me acaba de gustar esa posibilidad… Aunque se supone que los humanos somos los únicos que habitamos el Universo, ¿no?
―Tenemos que prever, Iou. Todo tiene una posibilidad, no hay que descartar nada. Y si estás preparado menores serán las probabilidades de que luego te veas en problemas.
―Eso sí, desde luego… ―agregué―. ¿Y cómo se supone que voy a encontrar en todo un planeta una de esas Piedras Inagotables?
―El Collar Universal te guiará hasta ellas. No debes preocuparte por eso.
Aquella última preocupación a la que se refería Watson no me tranquilizó lo más mínimo. No sabía nada acerca de esos planetas a los que tenía que ir a buscar aquellas piedras, ni qué tendría que hacer exactamente para localizarlas. Tampoco me tranquilizaba la idea de no saber qué es lo que me encontraría en ellos, si es que había algo que poder encontrarse…
A lo largo de esas cuatro semanas, Watson fue despertándome con música todas las “mañanas”. Al principio pensé que eran canciones de la Tierra puestas al azar, pero no tardé en percatarme de que muchas de ellas habían sonado en momentos importantes de mi vida y que de alguna forma servían de enlace a recuerdos que yo consideraba hermosos. Cuando aquellas canciones comenzaban a sonar, entraba en la ducha y recibía gratamente las refrescantes vaporizaciones perfumadas de los aspersores. Más tarde tomaba la píldora nutritiva y después Watson me exigía atender vídeos con diferentes técnicas de artes marciales que más tarde yo ejercitaba con un adiestrador holográfico que en realidad no era otro que Watson “encarnado” en una imagen que él mismo generaba. Al principio me costó un poco debido a las agujetas que me produjo el año de hibernación, pero al tercer o cuarto día desaparecieron y me entregué con pasión a todas las lecciones. Tampoco es que tuviera mucho más que hacer…
Por las “tardes” Watson me instruía en el uso de armas de todo tipo. Ese ejercicio me costó más que el entrenamiento puramente físico, ya que nunca había sido algo que me hubiera llamado la atención durante mi vida en la Tierra. A medida que fueron transcurriendo los días, mi capacidad para con su uso fue en aumento y puedo asegurar que aprendí a manejar cualquier tipo de instrumento que permitiera defenderme ante lo que Watson solía denominar “intento de agresión”. Durante esos períodos también comenzó a ser usual que Watson modificara la gravedad circundante y que mis piernas pasaran de la ligereza de una mariposa que sobrevuela una flor a la pesadez de un elefante caminando por el lodo. Aquellos ejercicios de cambios en la gravedad tonificaron y aumentaron mi velocidad y mi musculatura. De cualquier forma, siempre que llegaba la “noche” y las luces fluorescentes iban atenuándose, acababa sumido en un implacable cansancio que a la mañana siguiente había desaparecido por completo.
Algunas “noches”, antes de que me acostara, Watson me obligaba a concentrar mi pensamiento en algún objeto frente a la Sala Infinita con la intención de materializarlo lo mejor y antes posible. En aquellas cuatro semanas me dio tiempo a plasmar algún que otro libro ―pues Robinson Crusoe lo acabé dentro de los seis primeros días entre los descansos que Watson me permitía para hacer otras cosas―, un gramófono ―uno que mi abuelo había tenido en el salón de su casa desde que yo lo recordaba―, varios discos antiguos que hacía tiempo que no escuchaba, una bicicleta y demás objetos a los que realmente no daba ningún uso pero que por algún motivo fue en los primeros que pensé. Fue en estos últimos ejercicios cuándo volví a recordar a Venus. Lo que hubiera dado ella por tener una sala así en casa…
El tiempo fue pasando y mi entrenamiento dio sus frutos. Dos días antes de la llegada al primer destino pude esquivar casi todos los movimientos de ataque que Watson me propinó desde las holografías de luchadores. Al ser simples imágenes nunca recibí más daño que el de mis propias caídas intentando sortear las embestidas, pero a veces, cuando las pruebas se convertían en una especie de examen que Watson me hacía sobre lo aprendido, y cuando en alguno de los movimientos yo no lograba esquivar la imagen, notaba un quemazón ardiente sobre la piel que ayudaba a que aumentara mi preocupación por evitar aquellas arremetidas. No fueron pocas las veces que me quejé a Watson de aquellos escozores, pero no tardé en darme cuenta de que él hacía conmigo lo que ―según Gasán me había contado una vez― un tal Skinner había hecho con sus palomas y demás animales mediante premios y castigos. Sin embargo, ahora que tengo la tranquilidad suficiente como para contar esta historia, sólo puedo escribir que aquel duro entrenamiento me salvó la vida varias veces. Y desde luego jamás hubiera pensado que acabaría debiéndole tanto a un ente ―por llamarlo de alguna forma― compuesto únicamente por cables, circuitos y conexiones.
La última tarde anterior al primer aterrizaje le pregunté a Watson acerca del planeta de destino, pues mi idea sobre ese tipo de cosas se ajustaba poco más que a lo que Gas me había contado hacía años de camino al colegio. Ese desconocimiento por saber qué me encontraría, si es que me encontraba algo, me ponía realmente nervioso. En teoría no tenía de qué preocuparme pues, según la versión oficial de muchos de los habitantes y corporaciones de la Tierra, los terráqueos éramos los únicos seres inteligentes del Universo e incluso, según algunos, los únicos seres. Pero claro, siguiendo deducciones que durante largos años fueron oficiales, América también debería no haber existido nunca y el Sol, e incluso el Universo entero, deberían haber seguido girando sobre la Tierra, así que aquello tampoco es que me calmara mucho. La cuestión es que Watson me explicó que en su base de datos no tenía introducidos todos los planetas del Cosmos, sino sólo los necesarios para no perder la trayectoria de vuelta y, por supuesto, todos aquellos en los cuales se escondía alguna de las Piedras Inagotables, pues insistió en que éstas eran indispensables para poder llegar al destino final y cumplir con la misión para la que se le había programado.
―De todas formas, has superado con éxito el entrenamiento. Así que no te preocupes por ello ―afirmó Watson para mi tranquilidad―. Dedícate a encontrar lo más rápido que puedas las Piedras Inagotables y volver a la nave.
― ¿Cómo sabré dónde están? ―inquirí curioso.
―Mi radar tiene capacidad para acercarse a las Piedras en un área de unos cincuenta kilómetros, Iou. Pero serás tú quién deba hallarlas con exactitud mediante el Collar Universal. Te ayudará a guiarte hasta ellas. ¿Recuerdas lo que habíamos hablado?
―No, Watson, no lo recuerdo ―dije convencido de que no habíamos hablado de nada acerca de aquello.
Siguiendo instrucciones de Watson, fijé el Collar Universal sobre mi cuello y me dirigí hasta la parte superior de la nave que concluía en el pequeño compartimento de vidrio opaco. Poco a poco, la turbulencia vidriosa fue tornándose cristalina y en su lugar apareció un incontable número de estrellas efervescentes que fueron inundando de luz el resto del Espacio, tal y como sucede con una plaga de luciérnagas que sobrevuela una cerrada noche nórdica. Era tal la cantidad de puntos luminosos que hubo un momento en el que tuve la impresión de estar ante un descomunal tapete negro sobre el cual alguien hubiera derramado millones de pequeños diamantes.
―Maravilloso… ―murmuré extasiado.
― ¿Te gusta? ―preguntó Watson repentinamente, sin que yo esperara poder oír su voz.
― ¿Watson? ¿Desde dónde me hablas?
―Lo hago a través del Collar Universal, Iou. Será nuestro intercomunicador cuando estemos allí abajo.
―No me habías contado esa función.
―Tiene algunas más, ya las descubrirás… ―aseveró Watson recatadamente―. ¿Te gusta lo que ves, Iou?
―Me encanta ―respondí todavía fascinado―. Nunca había visto algo parecido. Ni siquiera había imaginado alguna vez que pudiera haber tantas estrellas. Desde la Tierra se ven mucho más separadas.
―En realidad lo están, pero he modificado la exposición de la imagen que ves para que pudieras contemplar también las más distantes. De otra forma sólo verías las más cercanas. Las perspectivas, a veces, son confusas para un solo observador ―aclaró Watson en una frase que me pareció más propia de un humano que de una máquina―. Ahora debes descansar, mañana te espera la primera meta de tu larga carrera.
El martes por la mañana, cuando desperté, tenía el libro electrónico sobre mi pecho y Pipo jugaba con una de las esquinas de la manta. Tenía varias llamadas perdidas de Àlex, pero decidí no llamarle porque tenía que verlo en breve. Desayuné, me abrigué y bajé a la calle dispuesto a arrancar mi pequeño coche para ir a la redacción. Eché algo de líquido anticongelante siguiendo las indicaciones del parte de la radio, que había pronosticado que el termómetro seguiría rozando los cero grados a lo largo del día. Arranqué y me dirigí hacia la redacción.
En uno de tantos semáforos de la Avenida Diagonal miré casualmente sobre el retrovisor y me percaté de que un coche concreto había estado conduciendo por los mismos carriles que yo desde que había salido de casa. Si no fuera porque no había el menor motivo para que eso fuera así, hubiera jurado que aquel coche me estaba siguiendo. Podía ser casualidad, paranoia o tal vez mi imaginación, pero para eso solo quedaba una solución: en una de tantas callejuelas de la Diagonal giré al azar en dirección a la Sagrada Familia esperando ver la reacción del otro coche. Si entraba por aquella calle secundaria la probabilidad de que me estuviera siguiendo aumentaría considerablemente. Para mi alivio, el presunto perseguidor siguió recto y se perdió entre el denso tráfico.
Cuando respiraba más tranquilo suponiendo que tal vez la idea del intento de hacking que Àlex me había metido en la cabeza hubiera hecho que viera las cosas desde una perspectiva demasiado imaginativa, recibí una llamada desde un número oculto.
Acoplé el teléfono al dispositivo de manos libres:
― ¿Sí?
―No creas que lo has despistado ―dijo una anónima voz masculina desde el otro lado.
― ¿Cómo?
―El coche que te seguía… No lo has despistado. Están aparcados en la Diagonal con las luces de emergencia, esperando a que te muevas.
― ¿Quién coño es usted? ―pregunté molesto.
―El único que te puede salvar del lío en que estás metido ―afirmó la voz tajantemente.
― ¿De qué va esto?
―Si quieres que te lo explique sal de nuevo a la Diagonal y ve hasta el aparcamiento que hay cerca de la Torre Agbar. Entra y dirígete directamente hasta la salida ―ordenó el desconocido antes de colgar.
Giré la manzana y desemboqué en una bocacalle que daba a la avenida Diagonal. Allí comprobé que lo que la voz me había dicho era cierto. El coche del que yo había sospechado estaba parado y tenía encendidas las luces de emergencia. Tal y como salí para incorporarme a la avenida el coche arrancó y fue cambiando de carril hasta colocarse por el mismo que circulaba yo, algunos coches más atrás.
Me dirigí hacia la inconfundible Torre Agbar y entré en el aparcamiento al que la voz se había referido. Todavía no sabía si fiarme o no, pero mi olfato de periodista me incitaba a seguir un poco más con aquella repentina historia. Conduje a través de las enormes columnas de hormigón buscando la salida, tal y como había sugerido la voz.
De pronto, a mitad del trayecto, un hombre de unos cuarenta y cinco años, ataviado con un tres cuartos y gafas de sol, salió disparado de entre algunos de los coches que había aparcados y me hizo una señal para que detuviera. Así hice y el desconocido se agachó para mirar debajo de mi pequeño utilitario. Se levantó sonriente y desde el otro lado de la ventanilla me señaló un pequeño aparato del que no tenía el menor conocimiento. Con suma discreción, el hombre se acercó hasta uno de los coches que habían encarrillado la salida del aparcamiento y enganchó el artefacto al parachoques trasero. Volvió a acercarse hasta mi vehículo, abrió la puerta y se sentó en el asiento de copiloto.
―Soy Max, encantado ―dijo el desconocido sin mirarme siquiera.
No dije nada. Me limité a observar sus reacciones.
―Cuanto más lejos vaya ese coche más tiempo tendremos despistados a los que te persiguen ―aseguró el desconocido en referencia al coche al que acababa de endosar el pequeño aparato―. Los localizadores son muy efectivos, pero es un truco demasiado viejo…
― ¿Localizadores? ¿Tenía uno debajo de mi coche?
El desconocido sonrió tras sus gafas de sol.
― ¿Es que no lo has visto? Ve por allí ―propuso el anónimo.
Seguí sus indicaciones y tomamos una salida opuesta a la Diagonal, en dirección la Ronda del Litoral.
―Sigue conduciendo hacia la ronda, estamos ya muy cerca.
Cuando llegamos a la altura del cementerio de Poblenou el tal Max me indicó que aparcara allí. Después bajamos del coche y caminamos hasta situarnos frente a las dos enormes columnas que presidían la entrada. Ni siquiera el tiempo había borrado las dos grabaciones que alguien había esculpido alguna vez sobre la piedra: “FIDES” y “SPES”.
―Fe y esperanza ―tradujo Max―. Cosas que mueven el mundo… ¿verdad?
Asentí con la cabeza sin mucha convicción y él me invitó a cruzar ese lugar que limita el reino de los vivos con el de los muertos.
― ¿Qué hacemos aquí? ―pregunté intentando esclarecer la confusión en la que estaba inmerso.
― ¿Qué mejor sitio para que no le busquen a uno que un cementerio? ―respondió Max con cierta dosis de sarcasmo―. Aquí podremos hablar con total tranquilidad.
Caminamos bajo un sol malherido por el frío siberiano hasta llegar a una escultura imponente que custodiaba una de tantas tumbas. Enseguida me di cuenta de que aquella era una de las representaciones más bellas que había visto en toda mi vida. Un joven semidesnudo yacía arrodillado mientras un esqueleto alado, que simbolizaba la muerte, sujetaba su moribundo cuerpo con intención de besar una de sus sienes. Bajo la escultura, sobre una base de mármol cuadrada, podía leerse un epitafio escrito en catalán antiguo:
Mes son cor jovenívol no pot més;
en ses venes la sanch s’atura y glaça,
y l’esma perduda amb la fe s’abraça
sentint-se caure de la mort al bes.
1930
(Mas su joven corazón no puede más;
en sus venas la sangre se para y hiela,
y el alma perdida con la fe se abraza
sintiéndose caer de la muerte al beso.)
―Nunca dejará de sorprenderme lo que alguien es capaz de hacer con un trozo de mármol ―dijo Max sentándose en un banco cercano. ¿No te parece increíble? Incluso da la sensación de que la calavera le esté mirando a uno…
―La verdad es que nunca había visto una escultura tan tétrica que fuera a la vez tan bella, pero si me has traído aquí para ver esculturas he de decirte que no dispongo de tanto tiempo libre…
Max giró su cabeza y sonrió con cierto aire despreocupado.
―Tienes dos opciones: cruzar otra vez la puerta del cementerio ―expuso señalando con uno de sus índices el camino que llevaba hacia la entrada―, volver al mundo de los vivos, olvidar que me has visto y seguir con tu vida con la normalidad que los que te perseguían te permitan; o bien seguir en el mundo de los muertos con un desconocido del que no sabes nada ahora…y quizás nunca. Tú eliges.
Aquel enigmático hombre había contrarrestado mi farol con un órdago claramente ganador. Yo había pecado de impaciente y él quería demostrarme que lo que pasara a partir de ahora dependía únicamente de mí. El periodista que llevaba dentro me incitó a seguir sentado.
― ¿Qué ves en esa escultura? ―preguntó Max repentinamente.
― ¿Cómo que qué veo?
―Sí, qué ves ahí ―Max señaló la imagen.
―Pues… Un trozo de mármol que representa a la muerte…
―Eso es lo que ve todo el mundo…
― ¿Y tú que ves? ―inquirí con curiosidad.
―Yo veo la pérdida de un hijo en plena juventud, allá por 1930. Veo una familia desesperada por esa precipitada muerte que quiere rendir homenaje para que esa persona no sea jamás olvidada. Mira esto…
Max sacó una fotografía del interior de sus tres cuartos. En ella un hombre y cuatro mujeres posaban en blanco y negro bajo el porche de una fachada cuya pared estaba tan deslucida que podían verse los ladrillos. En la parte superior podía leerse, mediante una tipografía clásica dañada por la intemperie: “TALLER DE MÁRMOLES DE J.BARBA”.
― ¿Quiénes son? ―pregunté con curiosidad.
―Jaume Barba y sus hijas.
Aquella respuesta no desenmarañó el lío mental que tenía encima.
― ¿Por qué me enseñas esta fotografía?
―Unos veinte años después de que hicieran esta fotografía murió Josep Llaudet, un joven empresario algodonero de la Barcelona de aquella época, que es la persona que reposa bajo la escultura. Sus familiares, los Llaudet, acudieron al maestro Barba para que se inspirara en el epitafio que has leído, el cual había sido escrito por un sacerdote poeta llamado Jacinto Verdaguer al que Josep había leído años antes y cuyos versos le habían cautivado. Como el maestro ya rondaba los setenta años se encargó de la pieza uno de sus yernos, Joan Fontbernat, que a su vez era uno de los operarios más diestros con el cincel ―Max se levantó y dio la vuelta a la escultura―. De la parte de las costillas traseras, que como ves es de un realismo impactante, se encargó Artemi Barba, nieto del maes-tro y que en aquella época estaba de aprendiz. Es increíble que un aprendiz pudiera hacer algo así. Artemi debía tomarse su profesión muy en serio, desde luego… Está al nivel de los escultores clásicos…
― ¿Dónde quieres llegar, Max?
―A que incluso cualquier escultura de un cementerio perdido en una ciudad cualquiera tiene una historia tras ella. Aunque muchas veces solo veamos la parte que quedó ante nuestros ojos.
― ¿Eso que tiene que ver con los que me perseguían?
―Casi todo tiene que ver con algo en algún momento y lugar determinados ―afirmó Max con cierto tono misterioso a la vez que me invitó a dar un paseo―. También el relato que recibiste por correo electrónico.
Aquella respuesta me desconcertó.
― ¿Cómo sabes eso?
―Tengo contactos… ―respondió Max mientras volvía a guardar la fotografía.
Nadie aparte de mí, Carol, Àlex o su amigo hacker ruso conocían la existencia de aquel mensaje. Descarté a Carol porque era consciente de que su ética periodística personal era demasiado intensa como para ir revelando secretos por ahí.
― ¿Conoces a Àlex o a Serguéi? ¿O tal vez a los dos? ¿Eres algún hacker o algo así?
El tal Max negó con la cabeza.
―Tengo mis propios medios… Vamos por allí.
Nos adentramos en uno de tantos estrechos pasillos del cementerio de Poblenou. Un par de ancianas depositaban flores sobre un nicho que estaba curiosamente acristalado y atestado de cartas manuscritas. Me acerqué y vi la fotografía de un joven repeinado que aparecía ligeramente sonriente embutido en lo que debía ser un elegante traje de época. Los nichos contiguos estaban atestados de exvotos, velas, flores y demás objetos rituales.
―Se llamaba Francesc Canals i Ambrós. Cerró sus ojos por última vez en 1899 debido a la tuberculosis, con tan solo 22 años. Trabajaba en los almacenes El Siglo, una especie de centro comercial para la gente acaudalada de Barcelona que había antiguamente en las Ramblas.
Max sacó otra fotografía de sus tres cuartos. En ella podía verse tres mujeres que lucían trajes negros hasta los tobillos. Sonreían apoyadas sobre un largo mostrador lateral situado cerca de una pomposa escalera de mármol que se dividía en dos antes de llegar hasta la planta superior.
―Al morir Francesc, algunas de sus compañeras de trabajo le llevaron varios ramos de novia y le pidieron que sus parejas tuvieran tanta bondad como él había tenido con la gente que le había conocido. También se dice que podía adivinar la muerte de las personas… La necesidad de creer hizo todo lo demás. Como puedes ver, más de cien años después no hay día que alguien no le visite para que pueda interceder ante Dios para que les conceda sus peticiones.
― ¿Sueles llevar estas fotografías por ahí? ―pregunté extrañado de que alguien llevara cosas así en un abrigo.
―Bueno… Me gustan las fotografías… Cogí estas porque sabía que vendríamos por aquí ―explicó Max―. ¿Sabes qué pasó finalmente con los almacenes El Siglo?
―Me imagino que nada bueno…
―Según la leyenda, el Santet (el Santito), que es como apodaron al joven Francesc después de morir, predijo que los almacenes acabarían siendo destruidos en un incendio.
―A ver si acierto… ¿Tal y como falleció se incendiaron?
―En realidad no. Tardaron 33 años. Pero sí, acabaron quemándose. Sucedió el día de Navidad de 1932.
Max sacó otra fotografía del interior de sus tres cuartos. En ella podía verse, con en el característico tono sepia de las fotos antiguas, el esfuerzo de tres bomberos por acercar la punta de una pesada manguera hacia una fachada ardiente cuyas cristaleras ya habían sido calcinadas. Arriba, sobre una enorme marquesina semejante a la de los cines antiguos, podía leerse: “REGALOS PARA NAVIDAD”. Más arriba todavía, sobre aquellas gigantescas letras que solo tenían como función llamar la atención de los paseantes, se sostenía un mural enorme con una serie de dibujos infantiles.
―Se dijeron muchas cosas acerca de aquel incendio… ―comentó Max mientras volvía a guardar aquellas fotografías―. Que si venganzas personales, que si intereses inmobiliarios… En realidad, todo se debió a un pequeño tren de juguete.
― ¿Un tren de juguete? ―pregunté asombrado.
―El día anterior a la Navidad decoraron uno de los escaparates con un tren de juguete cuyas vías se extendían sobre diferentes artículos. A alguien se le ocurrió que para darle mayor realismo a la escena navideña lo mejor sería cargar varios vagones con algo de carbón y otros con pequeños paquetes de regalo. Sin embargo, cuando cerraron el local, se olvidaron de apagar la miniatura que siguió rodando y rodando hasta que, debido a la sobrecarga de peso, el pequeño motor se sobrecalentó y acabó por incendiarse con tan mala suerte que esa pequeña llama llegó hasta las cortinas del escaparate. Las llamas de las cortinas dieron paso a los artículos, aquellos al mobiliario y finalmente al resto del edificio. Fue uno de los incendios más colosales que ha habido hasta hoy en Barcelona.
―No sabía nada de esa historia…
― ¿Sabes quién se encargaba de apagar las luces de los almacenes 33 años antes?
No hizo falta que Max respondiera, me imaginé que la respuesta se reflejaba en el cristal de sus gafas. Puse mi mirada sobre la fotografía del joven Francesc, que seguía sonriendo con una dulce expresión en su cara sin poder imaginarse que su mal augurio acabaría convirtiéndose en realidad.
―Imagina por un momento que las bacterias de la tuberculosis no hubieran llegado nunca al cuerpo del joven Francesc ―propuso Max―. Probablemente habría seguido trabajando en aquellos almacenes. Y probablemente hubiera seguido siendo tan escrupuloso con el apagado de las luces como lo había venido siendo hasta el día en que le diagnosticaron la infección. Tal vez incluso más, pues quizás con sus cincuenta y pico años se hubiera hecho más celoso con esas cosas. Es posible que aquella tarde de Nochebuena se hubiera percatado de que el trenecito seguía circulando y lo hubiera apagado él mismo. Como te decía, todo tiene que ver con algo en algún momento y lugar determinados…
― ¿Por qué me cuentas todo esto, Max?
―Quiero que investigues el asunto del relato… Creo que tendrías una buena historia que contar… Tan interesante y real como la del Santet o la de El beso de la muerte ―dijo Max en referencia a la escultura mientras llevaba su mano al interior del tres cuartos―. Aunque tú todavía no puedas verla…
― ¿El relato? ¿Pero tú lo has leído? Es totalmente ficticio… ―sentencié―. Que yo sepa, las únicas personas que se despiertan en una nave son los astronautas profesionales.
―A veces, la línea entre la ficción y la realidad se vuelve muy frágil y uno ya no sabe que pueda ser real o ficticio ―objetó Max y al momento sacó un juego de llaves junto con un papel y un teléfono.
―Cógelas, son las llaves de tu nueva casa.
― ¿Cómo?
―Si no quieres tener problemas es mejor que a partir de ahora vivas allí y que solo comentes el cambio a tus más allegados. Volver a tu antigua casa sería ir directo a la boca del lobo…
― ¿Estás loco? Allí está mi perro… Y tengo mis cosas…
―Ya no. Mandé a un par de personas a recogerlas justo cuando salías de casa.
― ¿Cómo conseguiste las llaves?
―Ya te dije que tengo contactos…
―Podrías haberme consultado ―me quejé.
―No había tiempo, te estaban siguiendo desde ayer ―alegó Max.
― ¿Entonces voy ahora o mejor después de ir a la redacción?
Max sacó un sobre del tres cuartos y me lo entregó.
―Ábrelo.
En el interior había un considerable fajo de billetes.
―Son para tus gastos. De momento no deberías volver al trabajo. Estarías expuesto a que vuelvan a localizarte.
―Claro, tú lo ves fácil… Pero, ¿qué le digo al director?
―Le he llamado. Le he dicho que tienes una historia importante entre manos y que yo sufragaré tu sueldo y los gastos de la investigación de forma que él solo tendría que publicarlo. Le he hecho una transferencia de unos cuantos miles de euros.
― ¿Y qué ha dicho?
―Tal y como ha oído “buena historia” y “sin gastos” ha aceptado ―Max dibujó una de sus sonrisas socarronas―. De todas formas, llámale cuando llegues a tu nueva casa y confírmale lo que te estoy contando.
―Bueno… ―dije sin tener las cosas muy claras.
―Por cierto, ¿tienes el relato a buen recaudo?
―Sí.
―Cualquier copia que hagas mantenla controlada. Y de momento no lo enseñes mucho por ahí…
―Soy periodista…. Sé lo que hay que hacer en estos casos.
―En caso de que tengas cualquier problema escríbeme al correo electrónico que viene en el papel.
― ¿Por qué no me das un número de teléfono?
―Te he dado un teléfono, que es mucho mejor que un número de teléfono, así que no te quejes… ―dijo Max dedicándome una de sus sonrisas ladinas.
Un ligero viento arreció sobre la explanada y llegó hasta nosotros recordándonos la áspera gelidez siberiana. Subimos los cuellos de nuestros respectivos abrigos y nos dirigimos hacia la salida.
―Yo me quedo por aquí ―señaló Max―. Voy a aprovechar para dar una vuelta.
―Está bien. Iré a la dirección que me has dado y comenzaré a investigar tan pronto como pueda.
―Ya nos veremos.
Pocos pasos más adelante, casi a la salida de la necrópolis, me pregunté qué sería lo que realmente querría Max que investigara: la misteriosa procedencia del relato o la misma autoría en sí. Tampoco entendí cuál era su posición con respecto al mismo y cómo había sabido de su existencia. Me di la vuelta rápidamente para exponerle a Max aquellas preguntas que se me habían quedado en el tintero, pero cuando lo hice no quedaba rastro de él. Supuse que se habría adentrado a descubrir alguna otra historia de alguno de tantos sepulcros, panteones y mausoleos que habitaban silenciosas en aquel lugar.
Tras varios semáforos, avenidas, rotondas, cambios de carril y algún que otro cruce llegué hasta la dirección que venía apuntada en el pequeño trozo de papel que Max me había dado en el cementerio de Poblenou. La fachada del edificio era tan antigua como la del apartamento donde yo vivía y tampoco parecía que hubiera un numeroso vecindario, pues según el interfono solo había tres plantas con dos pisos en cada una.
Subí hasta la tercera y abrí la puerta de la izquierda, tal y cómo indicaba el papel. Pipo me recibió con expresivos saltos de euforia y yo me tranquilicé al verlo sano y salvo. Lo cogí en brazos y revisé la vivienda para ver si estaba todo en su sitio. En una de las habita-ciones encontré un par de maletas enormes sobre una cama en las que mi ropa había sido cuidadosamente doblada. La desdoblé y la distribuí entre algunas perchas y varios cajones de un armario empotrado. En la cocina comprobé que la nevera tenía comida suficiente como para toda la semana y que en los armarios había todo tipo de repostería. Encima de la mesa del salón alguien había dejado mi ordenador portátil preparado para ser usado. Tanto era así que incluso se habían preocupado de enchufar la batería a la toma eléctrica.
Me senté y llamé a Carol.
― ¿Por dónde andas? ―respondió ella directamente―. El director te andaba buscando…
―Lo sé… Me ha surgido un tema que quiero investigar…
― ¿De qué se trata?
Hubo un silencio incómodo. No quería que Carol pensara que desconfiaba de ella, pero tampoco estaba seguro de si todo en lo que me había embarcado llegaría a algún puerto.
―Ya te iré contando, Carol… Todavía no estoy muy seguro…
― ¿No me das ni una pista? Sabes que puedes confiar en mí.
―Claro que lo sé, pero es que no estoy seguro de si llegará a algún lado o es poco más que humo… ¿Tú has ido a hacer las entrevistas de arte?
―Sí, le he hecho una a un profesor que da cursos de literatura.
―Eso suena a cascarrabias…
― ¡Qué va! Todo lo contrario… Es alguien joven, no tendrá más de treinta y cinco. Hemos quedado para ir a comer mañana.
― ¿Mezclando trabajo con ocio? Mal vamos, Carol… ―bromeé.
― ¡No seas tonto! Me va a ayudar con el resto del reportaje.
―Pues ya me irás contando… Voy a ver si me hago algo de co-mer… ―estuve a punto de decirle algo sobre la repentina mudanza, pero finalmente me abstuve. Lo último que deseaba en esta vida era meter a Carol en algún lío.
―Vale, ya hablaremos ―dijo ella desde el otro lado del teléfono―. Por cierto, Àlex quería que le llamaras cuando te fuera posible.
― ¿Te dijo para qué?
―No.
―Bueno, pues ya le llamaré…
―Venga, ya hablamos.
―Ciao, Carol.
Colgué y miré el reloj. Era hora de estrenar la nueva cocina. Cuando acabé de comer me tendí sobre el sofá y aproveché para hacer una tranquila digestión. Saqué el lector electrónico de mi abrigo y seguí leyendo aquel enigmático relato titulado Plancton:
Como venía siendo habitual, Watson me despertó aquella “ma-ñana” con una canción que no era desconocida para mí. De alguna forma que yo no llegaba a comprender, aquel complejo sistema de chips y circuitos con personalidad parecía estar al corriente de las melodías que alguna vez habían musicalizado mi vida. Desde luego nunca se me ocurrió protestar pues aparte de su voz nada me ayudaba más a enterrar mi propia soledad que aquel madrugador surtido de voces humanas. Mentiría si dijera que no era lo único que me reconfortaba cada vez que abría los ojos y descubría que seguía inevitablemente recluido en aquella nave.
Cuando la luz de las paredes adquirió el resplandor suficiente como para poder moverme por la sala de descanso, Watson me sugirió que me trasladara lo más rápidamente posible al puente de mando y me sentara en el sillón que daba frente a la luna de la nave. Así hice y siguiendo sus instrucciones pulsé un pequeño botón parpadeante dispuesto sobre el panel principal. Una banda de un material resistente, a la vez que flexible, cruzó desde uno de mis hombros hasta el costado opuesto sujetándome firmemente al asiento.
―Hemos llegado a la primera parada de tu viaje, Iou ―indicó Watson―. En breve iniciaré la entrada en la atmósfera. Agárrate fuerte.
La luna rectangular que presidía el puente de mando, y que hasta entonces había permanecido opaca sirviendo únicamente de gran pantalla informativa, comenzó a clarearse paulatinamente hasta que finalmente pude ver la chispeante estampa del Universo. Tomando como referencia las estrellas de aquella parte advertí que la nave estaba virando ligeramente hacia la derecha. Segundos después, de forma gradual, una radiante luz azulada fue abriéndose paso sobre la oscuridad y un colosal contorno esférico apareció repentinamente de la nada. Como había sucedido cada vez que había tenido el Universo frente a mi cara, tardé unos segundos en reaccionar y poder analizar lo que estaba sucediendo.
Aquella esfera que giraba bajo mis pies tenía un parecido asombroso con la Tierra, tanto que no me di cuenta de la diferencia hasta que no me percaté de la diversa distribución de su geografía. Lo que debía ser Europa sencillamente no estaba y por ella había un continente que no se le asemejaba ni siquiera un poco. No sé por qué, pero hasta ese momento nunca fui capaz de imaginarme una Tierra sin la delineación que yo conocía: sin su pequeña y fragmentada Oceanía, sin su alargada América, su extensa Asía o su cabezuda África. Nada de aquello existía en aquel planeta que cada vez se hacía más grande bajo mis pies.
―Atención, Iou, estamos a dos minutos de iniciar entrada en la atmósfera ―avisó Watson―. Estoy activando los sistemas de seguridad. En breve notarás algunas turbulencias. Relájate.
―De acuerdo ―respondí intentando pensar en algo que pudiera serenarme.
Cuando Watson me habló de turbulencias creí que se referiría a las que pueden producirse en cualquier vuelo normal, pero desde luego nunca pensé en aquella serie de infernales sacudidas. Básicamente era como estar dentro de una caja de zapatos a la que alguien estuviera agitando desde el exterior.
Al fin, tras unos cinco minutos que me parecieron días, todo paró súbitamente. El cristal de la luna de la nave había vuelto a oscurecerse y sobre la pantalla aparecieron unos dibujos y diagramas que parecían ser datos acerca del planeta y de la estrella sobre la que aquél giraba.
―Aterrizaje correcto en Kaleidoscopya, Iou. Temperatura y ambiente compatibles con tu biología. Despresurización realizada.
― ¿Kaleidoscopya? ―repetí curioso―. Watson, ¿por qué se llama así el planeta?
―Desconozco esa respuesta, Iou. Las instrucciones son que debes recoger el Collar Universal, la Vara del Sueño y la Chaqueta Atemperada que te he aprovisionado en la Sala Infinita y dirigirte hacia la sala de embarque.
― ¿Qué son la Vara del Sueño y la Chaqueta Atemperada?
―Con la Vara del Sueño podrás defenderte en caso de necesitarlo. Sólo tienes que apuntar, disparar y el objetivo caerá dormido para un buen rato. Intenta no malgastarla, pues su energía también se consume con su uso y tarda cierto tiempo en recargarse. La Chaqueta Atemperada te permitirá modificar el impacto de la temperatura ambiente sobre tu cuerpo para que el excesivo frío o calor no te perjudiquen.
Las bandas de seguridad que cruzaban mi cuerpo, y que habían evitado que acabara con todos los huesos de mi cuerpo rotos, se retiraron y pude seguir las instrucciones de Watson.
Cuando llegué frente a la gran compuerta de la sala de embarque la luz roja había pasado al verde. Coloqué el Collar Universal sobre mi cuello y la Vara del Sueño cruzando mi espalda a través de un enganche que había en la Chaqueta Atemperada. Después tomé la píldora nutritiva que había recogido del surtidor.
―Estoy listo. Cuando quieras, Watson ―dije mucho menos preparado de lo que sonaron mis palabras.
―Recuerda todo lo aprendido estas semanas.
―Lo intentaré…
―Que vaya bien, Iou. Cualquier cosa que necesites avísame mediante el Collar Universal.
―Gracias, Watson.
La espaciosa compuerta comenzó a abrirse pesadamente y la cegadora luz de un sol, uno distinto al que mi piel estaba acostumbrada, comenzó a inundar la nave con una brillantez tan fuerte que automáticamente mis párpados y una de mis manos cubrieron mis ojos en un innato impulso de protección. Di un primer paso hacia el exterior y me topé con una llanura desértica tan similar como cualquiera sobre las que podría haber caminado sobre la faz de la Tierra. El segundo paso me sirvió para percatarme de que la gravedad en aquel mundo era ligeramente mayor a la que estaba acostumbrado. El planeta me arrastraba hacia él como la Tierra había hecho con la manzana de Newton, pero mis movi-mientos se habían vuelto mucho más pesados de lo que para mí era habitual. Corrí unos pocos metros y comprobé que mover mis músculos era mucho más cargante de lo que esperaba. Era como si de repente me hubiera hecho más pesado. Por suerte, Watson había modificado la gravedad de la nave durante mi entrenamiento y tardé mucho menos de lo que esperaba en poder acostumbrarme a aquel nuevo ambiente.
Mientras me recuperaba, llevé la mirada hacia la lejanía y descubrí algo que marcaría mi propia concepción sobre el Universo: algo similar a una extensa arboleda se levantaba sobre el horizonte. ¡Había vida en otros planetas! Sí, cierto es que no era una vida tan compleja como la humana, y que a veces vemos los árboles erguidos e inmóviles y tenemos la impresión de que son parte de la decoración de un paisaje, pero allí estaba aquel conjunto de átomos y moléculas dando forma a un bosque que en algún momento de la historia del Cosmos también había nacido y desarrollado, como cualquier otro ser vivo.
Inicié mi camino hacia allí con infinita precaución. Cuando llegué, me cobijé bajo la espaciosa frondosidad de las hojas y pude observar que sus troncos tenían un tamaño y una robustez tan gigantescas que me recordaron las secuoyas terráqueas. Debían medir al menos setenta metros de altura y cinco de diámetro.
Al acabar de examinarlos me giré hacia la llanura para tomar una panorámica general del paisaje que me rodeaba, pero mi sangre se congeló cuando descubrí que Watson había desaparecido.
― ¿Watson…? ―repetí insistentemente dirigiéndome al Collar Universal, tal y como me había dicho, pero sin obtener ningún tipo de respuesta.
Tras varios intentos fallidos por comunicarme con él acabé por desistir y decidí adentrarme en el bosque.
― ¡Maldita máquina! ―exclamé indignado―. ¿Cómo se supone que voy a encontrar las Piedras Inagotables si desaparece a la primera de cambio?
En el mismo momento en que pronuncié la frase “Piedras Inagotables” un haz de luz verdoso surgió del Collar Universal y se extendió un metro por delante de mí, adquiriendo forma de radar. Sobre él, una pequeña luz roja indicaba la posición de lo que deduje sería el objetivo de mi búsqueda, pues cuando me desplazaba hacia uno u otro lado la luz también se movía con referencia al centro del radar, que no era otra cosa que mi propia posición. Decidí adentrarme en el bosque y seguir la señal.
Anduve bajo la sombra de los gigantescos árboles agazapándome a través de la maleza como cualquier animal desconfiado, oteando obsesivamente los alrededores ante el temor de toparme con alguna situación inesperada y peligrosa. Supongo que el miedo es un buen activador del instinto y yo avanzaba por la espesura totalmente asustado.
A unos doscientos metros distinguí un sonido familiar que parecía llegar desde un claro que se abría al fondo. Me dirigí hacia allí y a medida que fui avanzando el rumor fue haciéndose más intenso. Cuando llegué al último gran árbol me topé con un profundo precipicio y enfrente, desde la otra parte, descubrí la sonora caída de una catarata tan colosal que, según mis cálculos, debía tener dos veces la altura del Salto del Ángel de Venezuela y al menos tres veces el caudal de las del Niágara.
Todavía seguía extasiado ante aquel sublime espectáculo natural cuando mis oídos me alertaron de un sonido agudo y repetitivo que se extendió a través del cañón formado por la erosión del agua. Asomé mi cabeza tras el último gran árbol que se levantaba sobre el precipicio y entonces volví a hacer otro descubrimiento que cambiaría mi noción de todas las cosas: un ave, que a simple vista me pareció más grande de lo que para mí era normal, sobrevolaba majestuosa por encima de la caída del agua. ¡Había vida animal en otros planetas!
Sin duda, acababa de hacer uno de los descubrimientos más importantes de la historia de la Humanidad, solo que, paradójica y chocantemente, ya no quedaba más Humanidad que yo mismo. Tampoco pude apreciar mucho más, pues el ave planeó hacia la parte opuesta del cañón y su silueta desapareció repentinamente.
Volví bajo el tupido follaje de los gigantescos árboles y seguí avanzando entre la alta maleza. A medio camino distinguí una pequeña senda que parecía descender hacia donde la cascada volvía a convertirse en río. Durante el trayecto pude comprobar la existencia de otro tipo de pájaros más pequeños, de vuelo rápido, los cuales partían del bosque en dirección al río, así como algún pequeño roedor similar a una ardilla. Algo más adelante me topé con varios grupos de mariposas de un tamaño aproximado al de una de mis manos. Algunas tenían unos colores tan espectaculares que asemejaban flores voladoras, aunque curiosamente desaparecían cuando traspasaban las franjas de luz que penetraban en el bosque. Otras, en cambio, pasaban totalmente desapercibidas, pues parecían haber adoptado los apagados colores de los troncos de los árboles o de la parte baja de la maleza.
Uno de los ejemplares más curiosos que observé, por pura casualidad, descansaba aletargado sobre la rama de un pequeño arbusto y sus alas se confundían perfectamente entre el resto de las hojas del vegetal. Al parecer, la capacidad de adaptación de los seres a su entorno tampoco era algo exclusivo de la Tierra.
Seguí caminando con dirección al río durante unos veinte minutos y finalmente llegué a una de sus orillas. Allí busqué una zona alejada de la cascada, pues el ruido de la caída del agua era tan ensordecedor que me sentí indefenso ante cualquier presencia repentina que no pudiera escuchar. Me agaché cuidadosamente y contemplé mi reflejo ondulante en el río. Llevé mis manos hacia el líquido con la intención de verificar que aquello fuera agua y no otra cosa. Me refresqué los brazos y la cara y algunas gotas se colaron escurridizas por la comisura de mis labios. No había duda: al parecer, el agua tampoco era algo exclusivo de la Tierra.
Por segunda vez probé a hablar sobre el Collar Universal espe-rando recibir alguna respuesta de Watson, pero por mucho que insistí no llegó ninguna. Entonces me referí en alto a las Piedras Inagotables y el radar volvió a surgir en forma de luz un metro por delante de mí. La señal roja del mapa estaba ahora más cercana del centro que la primera vez, así que supuse que no debía de estar mal encaminado. Según aquello, la dirección correcta estaba tras de mí, en diagonal izquierda. Cuando llevé mis ojos hacia aquel punto distinguí una columna de humo que se elevaba más allá de los árboles. Aquella revelación no me pareció ser un buen augurio, pero tampoco es que me quedaran muchas más opciones…
Me adentré en aquella parte del bosque y seguí a paso ciego durante varios minutos, pues la inacabable altura de las copas de los árboles impedía que pudiera ver el humo que había visto desde la orilla.
Tras muchos troncos, arbustos y matas de monte bajo finalmente llegué a un llano despejado en el que la hierba dominaba el paisaje y sobre el cual se alzaba un alto cerro pedregoso que impedía averiguar el origen de la humareda. Sin darme por vencido, me encaramé sobre la base y fui ascendiendo poco a poco observando el cielo, que resplandecía en un azul tan parecido al de la Tierra que si me hubieran dicho que estaba allí me lo hubiera creído.
De repente, justo antes de afianzar mi mano y asomar la cabeza sobre la cima de aquel cerro, escuché desde la distancia varias voces que me parecieron entre animales y humanas. Aquella algarabía indescifrable me paralizó al instante. No sé bien por qué, pero rápidamente asocié aquel humo y aquella sucesión de gritos con una forma de vida que posiblemente fuera inteligente, entendiendo por inteligencia cierta capacidad de consciencia y de interactuar con los objetos de alrededor. Esa asociación me produjo un miedo evidente; no sabía cómo podría reaccionar aquella inteligencia desconocida ante mi propia presencia.
Mi curiosidad fue en aumento a medida que aquellas voces llegaban hasta mí. De lo que no tenía duda es que se trataba de una especie de lenguaje, pues la reciprocidad más o menos ordenada de palabras y las diversas entonaciones sugerían un acto comunicativo que tenía por finalidad intercambiar algún tipo de información. Sin duda, estaba delante de lo que podía ser la respuesta a la eterna pregunta sobre si habría vida inteligente en otros planetas. Tan sólo tenía que levantar la cabeza y superar el último trecho para descubrir cómo eran los otros moradores del Universo.
¿Serían verdes y con antenas como varios tebeos o películas de ficción habían idealizado? ¿Serían altos, estilizados y con ojos de salamandra como algunos que aseguraban haber sido abducidos habían contado? ¿Tendrían dos cabezas y cuatro brazos como también alguien había conjeturado? ¿Tal vez serían seres hechos de fuego o hielo en vez de carne como pensaban los más imaginativos?
Finalmente, como era de esperar, levanté mi cabeza hasta que mis ojos superaron la última piedra y entonces descubrí dos cosas que cambiaron drásticamente mi cosmovisión para siempre. Una: que existía vida inteligente en otros planetas. Y dos: que en Kaleidoscopya no era tan diferente a la de la Tierra, al menos en su parte puramente anatómica y morfológica.
Por lo que podía distinguir desde mi posición, aquellos seres, entre homínidos y antropoides, los cuales se desplazaban erguidos y casi desnudos sin dejar de gruñir, también tenían dos ojos, dos piernas, dos brazos, una boca, nariz e incluso un par de orejas de una carne tan similar a la de los humanos que por momentos tuve la impresión de haber vuelto a la Tierra, de no ser porque el tamaño de su cuerpo era considerablemente exagerado, tanto que el más pequeño de los que por allí deambulaban debía medir alrededor de los dos metros. Los machos se agrupaban en una tarea que no supe descifrar, una especie de preparación de algún tipo de culto místico, pues en la parte central del extenso claro por el que se movían se levantaba algo parecido a una mesa de ritual hecha en piedra y ornamentada con todo tipo de motivos vegetales y escultóricos. Algo más distantes, varias hembras, menos voluminosas y generalmente más bajas que los machos, preparaban algunas herramientas que no supe distinguir, mientras otras cuidaban de los retoños, que parecían ser tan revoltosos y traviesos como cualquier joven cachorro animal. A unos metros, un par de ellas avivaban el fuego prendido en una amplia base de yesca mientras otro par arrastraba un recipiente enorme de lo que parecía algún tipo de cerámica o barro seco.
Volví a ocultarme sobre la consistencia de la roca pensando en aquel descubrimiento. Tras de mí tenía la respuesta a uno de los mayores enigmas de la Humanidad, uno que había motivado todo tipo de disertaciones artísticas y científicas, más serias o más imaginativas. Un pensamiento tan común como mirar las estrellas una noche abierta: algo que se podría decir que todas las personas habían hecho, al menos, una vez durante su existencia.
Posiblemente, aquella pregunta sobre la vida en otros mundos se la hubiera cuestionado un navegante en el Mediterráneo del siglo XVII, quizás un soldado romano una noche de guardia en el siglo III, o un filósofo griego con insomnio setecientos años antes; tal vez una curiosa prostituta hindú a través de la ventana de un prostíbulo o una panadera polaca amasando levadura antes del alba; posiblemente el embalsamador de algún faraón egipcio de unos cuantos siglos antes de Cristo o quizás el mismo soberano la noche antes de que lo embalsamaran. De lo que no cabía duda era que, a lo largo de la Historia de la Tierra, muchos, tal vez los más despiertos, habrían sido quienes se hubieran topado alguna vez con aquel misterio. Y allí estaba yo, solo en aquel planeta desconocido al que ni siquiera sabía bien cómo había llegado, resolviendo la mayor incógnita del Universo después de la existencia de Dios.
De pronto, escuché un chillido al que le siguió algo parecido a un lamento y un alboroto general que acabó convirtiéndose en un clamor colectivo. Atemorizado, coloqué mi mirada por encima de la roca y desde la distancia divisé algo que me puso la piel de gallina: varios miembros de la horda trasladaban en volandas a otro hacia la mesa de piedra, cerca de la cual uno de ellos esperaba lanza en mano. El preso parecía pertenecer a otro tipo de lugar, pues su indumentaria y sus rasgos raciales eran visiblemente diferentes al resto. Lo colocaron violentamente sobre la tabla de piedra y rápidamente le ataron las extremidades a los bordes. El portador de la lanza la empuñó en el aire y el resto comenzó a acercarse lentamente gritando un sonido de runrún que no supe descifrar. Parecía tratarse de algún tipo de rito, algo así como un sacrificio cultural que por lo que conjeturé tenía muchos números de acabar en el recipiente que algunas de las hembras habían acabado por colocar encima del fuego. Los varones fueron recogiendo sus armas del suelo y se arrodillaron frente a la mesa en la que el preso comenzó a bracear desesperadamente intentando zafarse de las cuerdas. El portador de la lanza más larga siguió empuñándola en el aire entonando una especie de cántico que las hembras acompañaban con sus cuerpos mediante bailes exageradamente rítmicos.
Estaba claro que iban a matar a ese hombre. Y si yo no quería ser testigo silencioso, y tener la conciencia grabada con aquello para el resto de mi vida, debía planear algo rápido. Y eso fue exactamente lo que hice.
La primera parte de mi plan consistía en hacerme pasar por un dios. Sí, escrito así tal vez no suene tan bien, pero pensé que aquella tribu primitiva, al verme aparecer con mi indumentaria desde aquella pequeña cumbre, creería inevitablemente que era algún tipo de ente divino y que básicamente se postrarían a mis pies tal y como fuera descendiendo por el cerro. Ellos eran más, pero yo era más inteligente. Al menos teóricamente.
La segunda parte del primer plan consistía en liberar al preso y llevármelo de nuevo a la cumbre, como si el dios al que ellos estaban ofreciendo el sacrificio hubiera aceptado la ofrenda. La parte B del plan, por si la primera no salía como había imaginado, constaba en usar la Vara del Sueño, lo cual era algo arriesgado pues no tenía ni idea de cómo funcionaba. Sea como fuere, no me quedaban muchas más opciones así que con paso temeroso me puse en pie y grité lo primero que se me ocurrió.
Toda la algarabía que hasta ese momento había formada se convirtió en un silencio repentino y todas las miradas se volvieron hacia mi posición. Algunos miembros de la tribu comenzaron a señalarme mientras otros movían sus cabezas nerviosamente hacia todos lados mientras echaban las manos a sus largas melenas en un signo de desconfianza ante lo que estaban viendo. Entonces, el miembro de la lanza más larga dio un alarido y, de forma contraria a lo que había planeado, varios varones del grupo comenzaron a recoger piedras con una intención que me inquietó, pero no me quedaba otra que permanecer allí gritando aún más fuerte tratando de que mi representación postiza de divinidad surgiera efecto. Comencé a preocuparme en serio cuando algunos de los machos recogieron unos largos arcos del suelo e hicieron amago de dispararme unas flechas descomunales. Y es que, por lo que parecía, las flechas tampoco eran algo exclusivo del planeta Tierra.
No sé bien por qué, pero las veces que había imaginado a los extraterrestres siempre lo había hecho figurándolos diferentes a nosotros, de una escamosa piel verde o quizás azul, algo así como unas salamandras bípedas con pistolas láseres ―y no aquellos arcos rudimentarios torcidos por el uso―, con aeronaves capaces de desplazarse a la velocidad de la luz a través del cosmos y cosas similares. Pero no, todo aquello debía pertenecer a otra parte del Universo, pues el primer contacto de la Humanidad con los moradores de otro planeta se estaba produciendo a gritos, pedradas y poco más que flechazos. Por no nombrar el hecho de que si alguien era allí el extraterrestre era yo, que tenía el mismo miedo, o más, que aquella remota tribu de gigantes.
Súbitamente, el portador de la lanza se adelantó unos pasos al frente, encorvó su columna vertebral, inclinó su brazo hacia atrás y disparó su arma hacia mí con el mismo estilo que el de un lanzador olímpico. Afortunadamente, la jabalina impactó contra la roca a unos dos metros por debajo de mis pies y cayó rodando por la pendiente. Aquello envalentonó a los demás miembros que comenzaron a arrojar hacia mi posición pedruscos del tamaño de una sandía. Si no quería acabar junto con aquel preso en un mismo recipiente, tenía que pasar al plan B.
Extraje la Vara del Sueño del agarre de la Chaqueta Atemperada y apunté con uno de los extremos hacia el macho que me había lanzado la jabalina, pero no pasó absolutamente nada. Mi inquietud se convirtió en angustia cuando varios de los tribuales comenzaron a escalar el cerro con el propósito de llegar hasta mí. Entonces descubrí un pequeño botón hacia la mitad de la Vara que apreté compulsivamente. Al menos cinco finos destellos de un azul fluorescente surgieron de la punta trasera y acabaron por desintegrarse en el aire, pues el desconocimiento de su uso hizo que disparara aquella energía en la dirección apuesta. Me pregunté por qué diablos Watson no me habría enseñado todo aquello en su de-bido momento si durante el entrenamiento me había instruido en otro tipo de armas. Entonces, mientras giraba la Vara apuntando hacia el lado correcto, mantuve pulsado mi pulgar durante unos segundos y al soltarlo un amplio destello surgió de la punta impactando al menos en tres individuos, incluido el cabecilla que había estado dirigiendo la celebración. Todos ellos se desplomaron al instante.
El silencio volvió a instalarse a lo largo y ancho del claro y por momentos tuve la impresión de que mi primer plan estaba dando sus frutos. Todos los miembros de la tribu ya fueran hembras o varones, iniciaron un balbuceo casi colectivo al tiempo que se retiraban lentamente y señalaban con exaltación hacia mi posición. Sonreí alegremente pensando que todo estaba saliendo según lo calculado y que aquellos pobres primitivos habían creído que yo era un dios que tenía el poder de dormir a las personas. Y mientras seguía jactándome del éxito de mi idea, de repente, todas las hembras y algunos varones comenzaron a alejarse del claro adentrándose en la espesura de los árboles al grito repetitivo de “¡ornos!”.
Percibí cómo el sol se nublaba bruscamente sobre mi espalda mientras decenas de gigantes rezagados se dirigían despavoridos hacia el bosque. Giré mi cabeza sin entender bien qué estaba sucediendo y comprobé que un pájaro gigantesco planeaba hacia nuestra posición con unas garras tan largas y afiladas que parecían espadas. Tan rápido como pude giré la Vara del Sueño hacia el ave y apreté el botón, pero no pasó nada. Por alguna razón que desconocía, la Vara no funcionó. Atemorizado, y pensando que aquello sería mi propio final, eché unos pasos hacia atrás con tan poca destreza que resbalé y comencé a rodar por la pendiente hasta que llegué totalmente magullado a la planicie del claro. El inmenso pájaro sobrevoló unos metros por encima de mí dirigiéndose hacia un grupo de gigantes que corría disperso. A cierta altura extendió sus garras y apresó a uno de ellos, el cual, en aquella situación, más que gigante parecía un pequeño muñeco de trapo.
Aproveché entonces para arrancar a correr y acercarme hasta el gigantón cautivo, que seguía intentando liberarse desesperadamente. Recogí una de las enormes lanzas que alguien había abandonado en la huida y el preso comenzó a gesticular atemorizado. Corté las cuerdas y el gigantón se puso en pie. Mientras el colosal pájaro se entretenía a lo lejos desgarrando a su presa con el pico, el gigantón me dedicó una mirada entre sorprendida y agradecida y los dos comenzamos a correr en la misma dirección. Nos adentramos bajo la protección de las enormes hojas de los árboles y sólo cuándo la sombra de aquel pájaro desapareció dejamos de correr.
El gigante y yo nos observamos expectantes aguardando el si-guiente movimiento del otro. No sabría decir quién de los dos mostraba mayor desconfianza, lo cual denotaba un mecanismo natural instintivo que tampoco parecía ser exclusivo de la Tierra. Los dos pertenecíamos a lugares separados por millones de kilómetros, pero eso no parecía ser problema para que actuáramos de forma muy semejante.
―Yo soy Iou ―dije señalándome―. ¿Cuál es tu nombre?
― ¡Bo! ―respondió el gigante negando con la cabeza.
― ¿Bo? ¿Te llamas Bo?
― ¡Ddah! ―exclamó con un sonoro chasquido en la letra d mientras afirmaba con la cabeza.
Después de otras interrogaciones me di cuenta de que no nos íbamos a entender. El gigante siempre contestaba a mis preguntas, traducidas mediante gestos, con un “bo” o un “ddah”, independientemente de la cuestión que le realizara. Por algunas respuestas deduje que aquello podía ser el equivalente al “no” y “sí” de mi idioma, aunque finalmente lo dejé como una mera hipótesis, pues algunas veces parecía que fuera al revés. Aparte de esos dos vocablos no dijo muchos más y casi ninguno de ellos superó las dos sílabas.
Boddah ―que así fue como bauticé a aquel colosal kaleidosco-pyco― medía unos tres metros y medio. Su cuerpo era atlético y musculado, el de alguien que debía haber hecho mucho ejercicio. Sus ojos eran oscuros y muy pequeños, a diferencia de su nariz o su mentón, que sobresalían notablemente del resto. Sus facciones eran duras, las de alguien que parecía haber dejado la juventud recientemente. Parte de sus pómulos y del entrecejo estaban ligeramente tatuados; supuse que debido a algún motivo cultural. Un largo cabello enmarañado caía más allá de unos robustos hombros y conectaba con una barba poblada tan oscura como sus ojos.
Finalmente decidí acercarme hasta él y extender mi mano en señal de saludo. El gigante se retiró un par de pasos con suspicacia y yo volví a acercarme lentamente hacia él enseñándole mi mano desnuda. Me pareció curioso que alguien que podía triturarme en un santiamén tuviera aquel recelo sobre mí. Quizás mi desastrosa aparición con la Vara del Sueño se hubiera quedado grabada en su memoria. Supuse que a mí me hubiera sucedido lo mismo de estar en la Tierra y aparecer alguien de otro planeta con una extraña vara lanzando rayos por todos lados.
De repente, en el momento en que Boddah pareció atreverse a responder a mi saludo, sus minúsculos ojos se abrieron como platos y su mandíbula pasó de una leve sonrisa a una apretada mueca. Me asusté ante aquella reacción y al retirarme unos pasos hacia atrás tropecé y caí. Boddah dobló su cuerpo y justo cuando yo ya había echado mano a la Vara del Sueño, saltó por encima de mí cayendo un par de metros por detrás. El estruendo de su peso al caer fue brutal.
Giré mi cuello lo más rápido que pude y vi al gigante luchando con una especie de serpiente tan enorme como una anaconda de la Tierra solo que, a diferencia de la terráquea, ésta poseía unos afilados colmillos en su boca y un aguijón parecido al de un escorpión concluía sobre su cola. Nunca antes había visto algo tan monstruoso. El reptil se enroscó apresuradamente a una de las piernas del gigante levantando el final de su cola en una maniobra asesina que Boddah contrarrestó con habilidad agarrando aquélla con una de sus grandes manos y aproximándola a la cabeza del animal hasta clavar su propio aguijón en ella. La serpiente se desplomó sobre el suelo y el gigante la remató con una piedra.
Todavía sin haber recuperado el aliento, y pensando que el peligro habría terminado definitivamente, algunos alaridos lejanos atravesaron el bosque llegando hasta nosotros en forma de leve eco. Nos estaban siguiendo el rastro y no tenía pinta de que fuera para darnos la bienvenida.
Boddah clavó su mirada oscura en mis retinas y después la llevó hasta lo profundo del bosque, desde donde provenían los gruñidos cada vez más cercanos de los rastreadores. Por momentos tuve la extraña sensación de que, de algún modo similar al cómo ocurrían las cosas en la Tierra, aquel gigantón se estaba apiadando de mí y del aciago destino que parecía esperarme en Kaleidoscopya. Entonces, de súbito, me agarró de la cintura, me cargó sobre sus hombros como a un niño y comenzó a correr entre troncos y arbustos. Desde luego fue la mejor opción, ya que cada zancada suya eran tres mías y de otra forma no hubiera tardado en quedarme rezagado.
Después de unas dos horas durante las cuales quedé impresionado por la capacidad atlética del gigante, paramos a descansar cerca de un manantial donde los dos nos refrescamos y bebimos, pues en mi caso, y aunque no tenía la menor sed debido a la píldora nutritiva, algo natural me incitó a ello. La noche fue cayendo y con ella la temperatura, y aunque no tuve lo que se dice una conversación extensa con Boddah, me entretuve observando su habilidad para hacer fuego con un pequeño palo y algo de yesca. Al parecer, el fuego y su capacidad para calentar las noches y ofrecer cierta protección ante visitantes inesperados tampoco era algo exclu-sivo de la Tierra.
Cuando la pequeña hoguera se estabilizó nos tumbamos a su alrededor, aunque me fui separando poco a poco pues la Chaqueta Atemperada me protegía de la oscilación térmica sin que notara prácticamente la variación de temperatura. Ello me permitió contemplar mejor el cielo de Kaleidoscopya, sobre el que rápidamente eché de menos la brillantez plateada de la Luna. En su lugar, dos pequeños y hermosos satélites rosados alumbraban distantes la oscuridad kaleidoscópyca difuminando el paisaje del entorno. Más allá, las estrellas centelleaban dispuestas en diversas combinaciones que a su vez formaban constelaciones diferentes a las podían observarse desde la Tierra, pero en esencia todo seguía siendo igual de estrellas, satélites y constelaciones.
Finalmente, el cansancio acumulado se convirtió en sueño y las lunas rosadas fueron apagándose ante mis ojos.
Cuando abrí los párpados la fría luz del amanecer en Kaleidoscopya entró por mis retinas e inundó de colores mi cerebro. La oscuridad de la noche había dejado paso rápidamente a una calurosa mañana llena de tonalidades. Al parecer, las noches kaleidoscópycas -o al menos en aquella parte del planeta- eran mucho más cortas que las de la Tierra. De hecho, lo primero que sentí fue un terrible cansancio al haber dormido tan pocas horas.
Boddah preparaba los restos de un gran pez destripado sobre las brasas de la hoguera ya consumida y me recibió con un indescifrable “ongo” que, según mi deducción, debía ser lo más próximo al “hola” humano. Al rato me ofreció parte de su pesca y los dos desayunamos bajo la sombra de los árboles mientras yo intentaba, sin éxito, ponerme en contacto con Watson. La píldora nutritiva había acabado de hacer su efecto y agradecí al gigante aquel detalle con una exagerada sonrisa que pudiera ser entendible. Creo que aquello llamó su curiosidad de algún modo, pues se quedó mirando fijamente mi boca y sus facciones se ablandaron hasta que finalmente él también sonrió. Era inquietante pensar que siendo de lugares tan lejanos compartiéramos cosas tan parecidas. Y más aún saber que alguien que no me conocía de nada, y que en determinados ambientes no sería catalogado más que de bestia, había decidido distribuir su trabajo y esfuerzo, convertidos en su primer sustento del día, conmigo.
Aquello me recordó un estudio que se había hecho en la Tierra sobre chimpancés, el cual Venus me había contado alguna vez sin que yo le diera más importancia que las tostadas de mantequilla que me untaba mientras me lo explicaba. El estudio consistía en ofrecer fichas coloreadas a varias hembras de chimpancé. En cada ensayo, cada chimpancé debía escoger entre las fichas de un color u otro. Dependiendo del color elegido por cada chimpancé, los investigadores daban comida únicamente al mono que elegía o también al mono que acompañaba al que elegía. Según me había relatado Venus, la gran mayoría de los chimpancés preferían elegir la ficha pro―social que premiaba a ambos, por lo que se demostraba que el altruismo también era natural en otras especies que no eran humanas. De hecho, siempre según Venus, cuando los monos que no elegían agobiaban al otro persistentemente, montaban escándalo o incluso escupían agua al que debía elegir, intentando llamar su atención, éste elegía la ficha egoísta negándole al otro cualquier ración, demostrando que aquella decisión era espontánea y basada en factores externos parecidos a los que cualquier humano podría basarse para decidir lo mismo.
Ahora que podía parar a pensar sobre aquello, era curioso, cuanto menos, que seres que no eran humanos se comportaran tan humanamente. Y Boddah me había demostrado con aquel gesto que, aunque pudiera parecer lo contrario, existía algo de humanidad bajo aquella apariencia salvaje, algo que le había hecho sentir algún tipo de emoción compasiva, aunque fuera difusa o contradictoria. Quizás el hecho de que yo le hubiera salvado la vida anteriormente hubiera ayudado a tejer aquella emoción, pero entonces significaba que de alguna forma su ética natural era una agradecida, y no al revés.
Aún absorto bajo estas reflexiones de la hora del desayuno, el gigante se puso en pie y me volvió a cargar en sus hombros con la facilidad con la que yo podría haber cargado a un niño en los míos. Así estuvimos unas tres o cuatro horas atravesando llanuras, subiendo montañas y cruzando ríos ―al menos cuando su caudal nos lo permitía―.
Durante la travesía fui contemplando los diversos paisajes de Kaleidoscopya, los cuales, generalmente, eran muy parecidos a los de la Tierra. Aunque una diferencia importante era que el tamaño de todo parecía ser frecuentemente más grande de lo que para mí era lo normal. Según mi corta experiencia en Kaleidoscopya, parte de su fauna y flora era diferente a la de la Tierra, aunque la base esencial parecía ser muy similar.
Observé, por ejemplo, varios pájaros ―mucho más pequeños que el que había atacado a los nativos― sobrevolar en gigantescos grupos hacía algún lugar. Supuse que quizás aquel planeta, al igual que la Tierra, también poseyera sus diferentes estaciones y que, probablemente, los pájaros estuvieran migrando ante los primeros cambios de temperatura. Pero de la misma forma que la diversidad en Kaleidoscopya parecía ser tan variada como la de la Tierra, al final todo parecía responder a una esencia común, algo que podía considerarse más universal que realmente autóctono. Los pájaros volaban por el aire con sus plumas, los peces se deslizaban por el agua con sus escamas y diversos mamíferos pastaban por los prados o deambulaban a la búsqueda de alguna presa, dependiendo de la fisonomía de sus organismos.
Una de las cosas que más llamaron mi atención fue una lejana llanura de color morado sobre la que corría un grupo de animales semejante a los antílopes, cuyo pelaje también desprendía un color amoratado. Algunos luchaban entre sí con sus enormes cuernos mientras otros daban saltos enormes con unas patas exageradamente musculadas.
Más adelante descubrí que los reptiles también eran muy comunes en Kaleidoscopya. A diferencia de la Tierra, allí seguían reinando en casi todos los ambientes. Durante la travesía descubrí el cadáver de lo que en principio me había parecido un gran pájaro de pico alargado que resultó ser una especie de pterosaurio con enormes alas de piel parecidas a la de un murciélago y al que, por la reacción que observé en la cara de Boddah, los demás seres que pululaban por aquel planeta temían. No era de extrañar habiendo visto los dientes que escondía su pico. Otro tipo de aves parecían ser la transición entre reptiles y pájaros, pues parte de su cuerpo estaba recubierto parcialmente de pelo o plumas, dando la sensación de que fueran extraños lagartos con alas. También descubrí algunos animales tan grandes como el avestruz que, en vez de tener las características de la cabeza de los pájaros, poseían las de los reptiles. De la misma forma que el avestruz, esta especie de reptiles ligeramente plumíferos no volaban, sino que corrían a dos patas moviendo unas torpes alas acabadas en pequeñas garras. En otras partes cercanas al río, nos topamos con unos lagartos de cola larguísima que cuando se sentían amenazados escupían sangre por los ojos, lo cual me hubiera parecido rarísimo de no ser porque Gasán me había contado alguna vez que un animal de la Tierra llamado gecko hacía lo mismo. Tampoco a Boddah este reptil parecía caerle demasiado bien.
Seguimos atravesando los diferentes parajes de Kaleidoscopya mientras el sol sobre el cual giraba el planeta comenzaba a descender y perder la fuerza del mediodía. Me pregunté si en aquella otra parte del planeta a la que le tocaba despertar también tendría vida inteligente o si el clima sería tan diferente que quizás no habría o sería totalmente distinta. Curiosamente, en casi todas las películas o series que se habían hecho sobre seres extraterrestres, los individuos que llegaban hasta la Tierra mediante algún tipo de vehículo pertenecían todos a la misma raza y cultura, como si la diversidad en un planeta solo fuera algo exclusivo de la Tierra, cuando yo estaba comprobando que no era así. Incluso Boddah se diferenciaba del grupo que le había capturado. En sentido contrario, era como si una nave de la Tierra tripulada por tres hombres rubios de ojos azules aterrizara en un planeta desconocido y sus habitantes pensaran que todos los terráqueos fuéramos iguales. Es decir, una deducción absolutamente errónea.
De repente, el gigante levantó sus brazos hacia el cielo y gritó algo indescifrable. Parecía exaltado así que rápidamente levanté la cabeza en busca de cualquier peligro volador en el que no hubiera reparado. Estábamos en plena llanura abierta y el bosque comenzaba a unos setecientos metros más adelante, por lo que éramos presa fácil para cualquier pájaro como el que se había presentado de sorpresa en mitad del ritual del día anterior. Sin embargo, a pesar de mi alarma inicial, lo único que se levantaba era una pequeña columna de humo casi indistinguible. El gigante comenzó a correr hacia allí siguiendo el curso del río hasta que finalmente llegamos a una pequeña aldea de una veintena de chozas de paja que resultó ser su hogar.
Al vernos aparecer, varios niños, algunos de los cuales superaban mi metro ochenta, nos recibieron efusivamente mientras los adultos se miraban unos a otros y se limitaban a señalarme desde la distancia. Boddah me dejó en el suelo y recibió a los “pequeños” con varios “ongo”, lo cual afianzaba mi hipótesis acerca de que aquella palabra debía obedecer a algún tipo de saludo. El gigante reposó una de sus manos sobre mi hombro y vocalizó un par de veces “argos” al tiempo que cerraba el puño de su otra mano, lo cual sirvió para tranquilizar a los más desconfiados.
Una de las hembras se aproximó hasta el gigante y frotó su nariz con la de Boddah. Al poco, varios miembros más viejos también se acercaron y comenzaron a tocar al gigante como si se tratara de algún fantasma. Después pasaron sus manos por mi rostro apartándola rápidamente, como hace alguien que duda acerca de si lo que va a tocar quema o no. Uno de los individuos más ancianos se aproximó y se refirió a algo denominado “kalibán”, a lo que Boddah respondió con la misma palabra y todos los miembros de la aldea mudaron sus facciones a unas de un considerable temor. El gigante dijo algunas palabras más de forma muy espaciosa, pues aquellos nativos carecían de un lenguaje lo suficientemente desarrollado como para incluir descripciones profundas en sus frases y dar velocidad a sus alocuciones. Aún todo, volví a escuchar de sus labios el “ornos” que sus captores habían gritado mientras huían del ataque del gigantesco pájaro, por lo que deduje que Boddah debía estar contando a su modo todo lo que le había sucedido. También concluí, por varios de los gestos que el gigante acompañaba a sus palabras ―y que al parecer eran muy importantes en su acto comunicativo―, que “kalibán” era la palabra con la que designaban a la otra tribu.
Mientras Boddah se ausentó con algunos de los que parecían ser sus familiares más próximos, yo me entretuve observando las costumbres de aquel pueblo. Me sorprendió la velocidad con la que sus semejantes se familiarizaron con mi presencia, aunque ciertamente la curiosidad de los niños era infatigable y los tuve todo el tiempo a mi lado hasta que uno de los ancianos ―que en realidad no lo era tanto, aunque supuse que la esperanza de vida por aquellos lares no debía ser muy alta― les llamó la atención y los reunió para impartir algo parecido a una clase. Rápidamente, todos los jóvenes varones se agruparon alrededor de una yesca de hojas y hongos secos mientras el hombre explicaba mediante gestos y algunas palabras el arte de encender fuego. Algo me inquietó cuando pensé que en la Tierra ese tipo de traspaso del conocimiento debía haber sido más o menos parecido, pues también las primeras lecciones de la Humanidad habrían tenido como materia principal la supervivencia, que supuse que era lo único que a uno le daba de comer en épocas en las que las sociedades aún no se habían expandido lo suficiente como para estudiar otras cosas.
Como me había dicho una vez un amigo de la Facultad de Antropología de la universidad en la que yo también trabajaba: “el hambre fue la chispa complementaria que generó la inteligencia y con ella las sociedades”, lo cual pude comprobar a la perfección cuando el anciano dejó la enseñanza del fuego y pasó al arte de confeccionar todo tipo de trampas e instrumentos para la caza. Era evidente que a aquellos seres no les salía rentable dedicar su ingenio a las matemáticas o la música, sino a disciplinas que pudiera servirles para llevarse algo a la boca.
Al otro extremo de la aldea, el más cercano al río, un par de “ancianas” enseñaban a las niñas cómo moldear el barro para que acabara teniendo forma de vasija, en las cuales conservaban algún tipo de semilla o fruto que no supe distinguir. Las “pequeñas” observaban el método y luego, una por una, pasaban una especie de examen práctico que consistía en hacer lo que acababan de ver. Las ancianas apoyaban sus manos sobre las de las alumnas menos habilidosas y juntas daban forma al material.
Cuando la luz fue cayendo y la oscuridad comenzó a imponerse, varios varones encendieron algunas hogueras alrededor del poblado y todos sus miembros fueron reuniéndose poco a poco en la parte central que formaba el conjunto de chozas, la cual bien podría haber sido la plaza central de alguna de los casi dos millones de poblaciones que se levantaban en la Tierra en el momento en que el gigantesco asteroide había impactado contra ella. Allí, en la primitiva plaza de un rincón perdido de un planeta que ni siquiera alguna vez hubiera imaginado que existía, entendí por qué el fuego había sido un gran invento, pues aparte de servir para calentar, cocinar, mantener alejados a animales peligrosos y ayudar a la fabricación de todo tipo de instrumentos, también tenía una función social que servía para reunir a todas las personas de un grupo alrededor de su baile de luces y sombras fortaleciendo la unión de toda la aldea. Desde luego el fuego había sido un gran descubrimiento y, curiosamente, tampoco parecía haber sido algo exclusivo de la Tierra.
Algo más tarde, un cuarteto de mujeres condimentó una pieza generosa de la carne de un animal y seguidamente la abrasaron mediante los restos candentes de una de las hogueras. Otro de los hombres despedazó el aderezo y fue racionándolo entre todos los comensales a la par que una de las “ancianas” repartía algo semejante a platos fabricados con una cerámica que no distaba mucho del barro seco. Habiendo visto aquello me adelanté a pensar que quizás también tuvieran algún tipo de cubiertos, pero fallé en mis predicciones cuando comprobé que el único cubierto que conocían eran los dedos de las manos, los cuales, casualmente o no, también eran cinco por cada miembro. A posteriori deduje que era absolutamente natural que el plato hubiera existido primero que cualquier cubierto, pues lo más urgente para alguien que está comiendo algo que no sobra es que no caiga al suelo y se eche a perder. Lo de los cubiertos en Kaleidoscopya ―como probablemente habría sucedido en la Tierra― era, por mero asunto práctico, cosa posterior a los platos; algo secundario. Y es que, al parecer, y de una extraña forma universal, nada sucedía porque sí, sino que todo obedecía a la naturalidad de la misma realidad. Ya fuera en Kaleidoscopya o en la Tierra, todo parecía seguir el curso lógico de las cosas, un orden armonioso y evolutivo que el tiempo cósmico había marcado con relojes de diferentes varillas.
Otra de las cosas que más me llamó la atención es que durante el tiempo que pasé aquella tarde con Boddah y los suyos no encontré ningún referente a algún tipo de divinidad. Así como había comprobado de primera mano que en el grupo de kaleidoscópicos que ellos denominaban “kalibán” ofrecían sacrificios que parecían dedicados a algún tipo de ceremonia religiosa, en la aldea de los kaleidoscópicos del clan de Boddah no había nada por lo que pudiera deducirse que rindieran culto a algún ente omnipotente. Aun así, mi sorpresa fue mayúscula cuando tras la cena, al entrar dentro de una choza con Boddah y su familia, descubrí varias figuras ―unas con forma bípeda y otras cuadrúpeda― talladas a mano con una destreza digna del mejor de los artesanos. Me pareció increíble que alguien que se debatía entre animal y persona, y cuyo cerebro, supuestamente no debía estar tan desarrollado como el de mis congéneres, pudiera hacer algo así únicamente con cantos o huesos pacientemente afilados, pues era evidente que aquella primitiva sociedad no era conocedora de los buenos usos de los metales. Ni siquiera de los malos. Lo más curioso es que aquellas pequeñas esculturas, que estaban dispuestas sobre una especie de corteza de árbol, parecían tener una función ornamental, pues una de las mujeres no cesó de cambiarlas de sitio hasta que tras inclinar varias veces su cabeza y distanciarse unos pasos quedó satisfecha ―tal y como Venus había hecho alguna vez decorando nuestra casa―.
Boddah me señaló una de las esquinas de la choza sobre la cual se extendían varias pieles de animal curtidas y alisadas similares a los diminutos trozos con los que los kaleidoscópycos se cubrían los genitales ―pues al parecer éstos tampoco eran exclusivos de las diferentes especies de la Tierra―. Me tumbé y comprobé que aquellas camas primitivas no eran lo que se dice cómodas, pero sí mucho mejor que dormir sobre el suelo húmedo y casi embarrado de la choza. A través de los huecos entreabiertos de la paja que formaba el techo aprecié como la oscilante luz de las hogueras fue disminuyendo de fuerza. Cerré los ojos y no tardé en dormirme, aunque no antes de que lo hiciera Boddah, del que llegué a escuchar sus atronadores ronquidos. Y es que, al parecer, los ronquidos tam-poco eran algo exclusivo de la Tierra.
Durante la noche tuve un sueño muy extraño: en él podía ver una imagen desenfocada de Venus discutiendo acaloradamente conmigo. No podía escuchar bien lo que me decía porque más que palabras eran gritos tan distorsionados como su propio rostro. Al rato, y esto fue lo que me pareció estremecedor, me encontraba en mitad de una calle deshabitada, desorientado y con las manos llenas de sangre. Las luces de las pocas farolas se iban haciendo cada vez más potentes y finalmente acababa por desmayarme.
Justo en ese mismo momento algo me despertó. Y aunque mis ojos todavía se encontraban entre legañas, pude comprobar claramente cómo el radar de las Piedras Inagotables se extendía de forma automática sin que yo hubiera dicho la menor palabra. Algo no cuadraba: el punto rojo parecía moverse hacia el punto verde concéntrico, que no era otra cosa que yo mismo. La teoría de Watson es que era yo quien debía ir hacia el punto rojo y no al revés, como estaba sucediendo.
Entonces, cuando fui consciente de lo que estaba sucediendo, me aferré con la velocidad de un resorte a uno de los antebrazos de Boddah hasta que el gigante entreabrió uno de sus párpados dejando ver uno de sus oscuros ojos. Y con labios temblorosos vociferé:
―¡¡Están aquí!!
El gigante se incorporó perezosamente y me miró incrédulo, quizás temeroso de que me hubiera vuelto loco. Insistí de nuevo:
― “¡Kalibán! ¡Están aquí!” ―repetí y señalé con vehemencia hacia fuera de la choza, a lo que Boddah respondió abriendo sus ojos hasta unas dimensiones que me parecieron imposibles y empuñando su lanza lo más rápido que pudo.
Todo cambió en unos pocos segundos. La apacibilidad del silencio dejó paso a una algarabía de gritos y gruñidos, un estruendo de zancadas estrepitosas y un alboroto general que me heló la sangré por completo. Los kalibanes estaban atacando la aldea y yo no sabía exactamente qué hacer.
Boddah se parapetó a un lado de la puerta y nos indicó silenciosamente a los demás miembros de su familia y a mí que no nos moviéramos. Un enorme kalibán asomó su cabeza y acabó por descubrirnos entre las finas capas de luz que se colaban por los recovecos de la choza. Cuando hizo amago de entrar, Boddah, sin más, hundió su lanza en el abdomen del precipitado explorador y le propinó un puñetazo en la nuca que le dejó agonizante en el suelo.
La pareja de Boddah, dos ancianos, un par de niños y yo nos aproximamos hasta el gigante y nos situamos en diagonal al umbral de la puerta. La escena que se descubría desde allí era de lo más macabra: varios kalibanes estaban rematando a un par de miembros del clan de Boddah mediante enormes piedras y pequeños punzones de hueso afilado. Otro grupo sacó a un par de niños de una de las chozas y los degollaron sin la menor piedad. Los kaleidoscópycos que aún sobrevivían ―aquellos que no eran kalibanes, pues en realidad todos formaban parte de Kaleidoscopya― intentaban defenderse a sí mismos y a sus familias, pero sin mucho éxito, pues los kalibanes eran mayores en número y aunque tuvieron algunas bajas enseguida dominaron la situación. Estaba claro que, de no ser por algún tipo de milagro, los atacantes no tardarían en hacerse con el control de la aldea. Sólo quedaba una opción: la Vara del Sueño.
Me hice con el valor necesario, descrucé la vara de la Chaqueta Atemperada y salí corriendo mientras Boddah me miraba atónito desde la puerta. Hubiera dado cualquier cosa por saber qué pensaba en ese momento el gigante. Tras varias zancadas cautelosas no tardé en llegar a una zona de ramas altas próxima a una de las chozas. Me agaché y aproveché la confusión todavía reinante para apuntar con la Vara del Sueño a un grupo de kalibanes que custodiaban a varias de las capturadas, todas ellas mujeres jóvenes y niñas. Mantuve pulsado el botón unos segundos y al soltarlo salió despedido un extenso rayo de luz que atravesó a los guardianes, quienes no tardaron en derrumbarse totalmente dormidos.
Uno de los kalibanes que merodeaba próximo a la escena me descubrió y comenzó a correr hacia mi posición. Los dedos comenzaron a temblarme de tal forma que no logré atinar con el disparador hasta que prácticamente tuve a aquella mole encima de mí. Afortunadamente, acerté en el último suspiro y el gigantesco kalibán cayó dormido a mi lado de modo que, cuando su cuerpo golpeó contra el suelo, descubrí entre su ropaje una bola compacta del tamaño de un puño. Dada la perfección de su esfericidad y el tipo de material ―que en principio me pareció algo similar al acero―, deduje que aquello no estaba fabricado en un lugar como Kaleidoscopya ―o al menos no en aquella parte del planeta―. Recogí la pequeña esfera del suelo y comenzó a irradiar un halo de un azul brillante neón que me dejó hipnotizado varios segundos. No había duda de que aquello debía ser una de las Piedras Inagotables.
Cuando levanté la mirada la cosa estaba peor de lo que esperaba: la choza de Boddah y su familia comenzó a arder como una enorme antorcha y el calor fue haciéndose cada vez más insoportable. Distinguí al gigante luchando ferozmente contra varios kalibanes, pero no pude localizar a sus familiares. Finalmente, Boddah tuvo que ceder su posición y comenzó a correr hacia atrás. Entonces irrumpí en escena y me acerqué rápidamente hasta él mostrando la Vara del Sueño a los kalibanes en un intento por espantarlos, pues pensé que, como las palomas de Skinner que una vez me había contado Gasán, ellos también habrían aprendido qué les podría beneficiar y qué les podría perjudicar. No sé si fue gracias a Gasán, a Skinner o al hecho de estar acorralados y que no quedaran muchas más opciones, pero la estratagema dio resultado y el gigante y yo pudimos correr con cierta despreocupación hacia la espesura del bosque.
Agazapados entre la maleza divisamos cómo caían los últimos guerreros de la estirpe de Boddah, el cual mostraba un estado de conmoción tal que hizo un par de tentativas por volver hacia el poblado. Finalmente cesó, pues, dentro de la medida de lo posible, intenté explicarle mediante gestos que aquella idea era un suicidio.
Mientras algunos kalibanes custodiaban a las capturadas ―ya que no dejaron varón vivo―, otros se reunieron en la plaza del poblado y uno de ellos acabó por señalar la zona desde la que Boddah y yo observábamos furtivamente. El temor a que fuéramos descubiertos hizo que diera un paso atrás con tan mala suerte que acabé por partir una rama. En un primer momento pensé que quizás el sonido no hubiera llegado hasta el grupo kalibán, pero comprobé que me equivocaba cuando varios de ellos rompieron a correr hacia nosotros. Casi sin darme cuenta, Boddah me colocó en su cuello a horcajadas y aceleró el paso a través de los árboles. Giré mi cabeza hacia atrás y vi a los kalibanes perseguirnos como una manada de lobos hambrientos persigue a una presa apetecible. Apunté con la Vara del Sueño y presioné el botón tres o cuatro segundos para que la onda expansiva fuera mayor, pero entre la angustia de sentirme perseguido y el movimiento de vaivén causado por las poderosas zancadas del gigante, el rayo luminoso salió desviado y solo un par de kalibanes se desplomaron adormilados. Al menos una decena más seguía pisándonos los talones con tal proximidad que el murmuro de sus animalescos gruñidos se hizo cada vez más agobiante. Volví a girarme con intención de abatir otro par, pero la Vara del Sueño ya no funcionaba. Su energía parecía haberse consumido otra vez y no es que fuera el mejor momento para esperar otra recarga.
Escuché el jadeo entrecortado de Boddah y llegué a la conclusión de que nos quedaba de tiempo lo mismo que el organismo del gigante aguantara, el cual, teniendo en cuenta el peso extra de mi cuerpo, no daba la impresión de que fuera a durar mucho más a pleno rendimiento. Comencé a preocuparme de veras cuando varias lanzas enormes se clavaron a nuestra altura en los troncos de algunos árboles.
―Dirígete hacia el punto blanco del mapa, Iou ―dijo repentinamente una voz familiar y seguidamente la imagen holográfica del mapa se proyectó desde el Collar Universal.
― ¿Watson? ―pregunté sorprendido desde la cabeza de Buddah.
―Sí, Iou. Necesito que te dirijas hacia el punto blanco lo antes posible ―insistió la inteligencia artificial.
―Creo que en estos momentos lo ideal sería que el punto blanco se dirigiera hacia mí…
―A seiscientos metros a tu derecha el bosque se despeja y se convierte en un llano extenso ―informó Watson―. Te espero allí.
―Watson, ahora mismo estoy subido a lomos de un gigante de unos tres metros y nos persiguen otros de su tamaño con ganas de cocinarnos ―dije sujetándome con fuerza a la cabeza de Boddah por miedo a caerme―. No es que no quiera ir, pero es que no hablo su idioma y es él quien está corriendo por los dos. No sé cómo explicarle hacia dónde debería ir.
―Puedes hacerlo activando el traductor del Collar Universal, Iou. Pronuncia la palabra traductor y pulsa la imagen en forma de caracola. Cualquier cosa que digas será traducida al idioma del interlocutor.
― ¿Por qué no me hablaste de esa función antes? ―pregunté en tono de queja.
―Las máquinas también olvidamos cosas, Iou. No somos perfectas. Date prisa, os están alcanzando.
Seguí las instrucciones de Watson y la caracola se iluminó durante un par de segundos. Entonces, probé a indicar a Boddah el camino que debía seguir hasta llegar al punto blanco del mapa y descubrí que el método de traducción del Collar Universal era sencillamente perfecto. A diferencia de los que yo conocía, que se basaban en la traducción posterior de una primera palabra, el Collar Universal parecía tener una conexión directa con el cerebro que permitía no tener que traducirla, sino decirla directamente, como si se conociera de antemano el idioma en el que uno intentaba comunicarse. Gracias a este fascinante sistema salió insuflado, desde mi garganta, un conjunto de sonidos que se vocalizó en “ebék”, cuando lo que yo realmente había intentado pronunciar fue “dere-cha”.
― ¿Ebék? ―preguntó Boddah, asombrado ante el hecho de que me comunicará mediante su idioma.
― ¡Ddah! ¡Ebék! ¡Ebék! ―exclamé reiteradamente al mismo tiempo que señalaba una obertura libre de árboles situada a la derecha del bosque, donde según mis cálculos debía comenzar el claro del que me había hablado Watson.
Boddah entendió mi mensaje y dirigió sus atléticas piernas hacia allí. En los últimos metros, cuando ya estábamos a punto de salir del bosque y entrar en la llanura descrita por Watson, el tronco de un árbol enorme yacía en el suelo obligando a saltar por encima a quien quisiera acceder a la explanada. Aquella sería nuestra última meta, la que decidiría el todo o nada, la última carta de una partida de naipes en las que todos habíamos levantado nuestras cartas y únicamente quedaba ver quién ganaba. Lo que cambiaba era que, a diferencia de unas míseras monedas, la apuesta en esta mano era nuestra vida y yo, en aquel momento, no estaba dispuesto a perderla. Pensé que, si Boddah lograba saltar aquel tronco y amortiguaba la inercia de mi peso, Watson estaría a la espera para recogernos. Pero no fue así.
Boddah saltó el tronco y yo apreté tanto mis piernas y mis brazos contra su cabeza que, aunque por momentos asumí que el gigante no soportaría el vaivén de mi cuerpo, finalmente me mantuve encima de él y pudimos seguir avanzando. Sin embargo, cuando la fuerza de la inercia me permitió levantar la cabeza y abrir los ojos, y aunque el punto blanco del mapa decía que Watson debía estar allí, no estaba.
―¡¡¡Watson!!! ¿¿Dónde estás??―pregunté completamente alterado, pues sabía que aquella extensa planicie sería demasiado para las piernas de Boddah, el cual llevaba alrededor de veinte minutos corriendo sin descanso―. ¡Necesitamos tu ayuda! ¡Nos van a atrapar!
―Iou, seguid todo recto ―respondió Watson―. No paréis. Os queda muy poco. Confía en mí
― ¡Dzom! ¡Dzom! ―exclamé a Boddah, quien siguió corriendo hacia adelante y entonces, casi cuando los kalibanes estaban a punto de apresarnos, el hermoso paisaje de la llanura desapareció inexplicablemente y pasó a ser el frío espacio hermético del interior de Watson. Dos segundos después, varios golpes retumbaron justo detrás de nosotros contra la puerta de la sala de embarque.
― ¿Watson? ¿Qué ha pasado? ―pregunté desorientado y todavía con cierto resuello.
―Simplemente habéis accedido al interior de la nave mientras el modo de invisibilidad estaba conectado, Iou ―expuso la inteligencia artificial.
―No me hablaste de esa opción ―protesté―. Ahora entiendo por qué no te vi después de dar los primeros pasos en aquella llanura en la que me dejaste.
―En realidad fue por dos motivos, Iou ―alegó la máquina―. El primero es que mi energía estaba al límite debido al aterrizaje y tuve que activar el módulo de hibernación para recuperar una parte. Por eso no pude comunicarme contigo hasta pasado un tiempo.
―¡Pues casi acaban comiéndome en un par de ocasiones! ―exclamé mientras observaba la cara de entusiasmo de Boddah ante el mundo nuevo que para él se había abierto repentinamente.
―Nadie dijo que este viaje fuera a ser fácil, Iou ―justificó Watson, a lo que respondí frunciendo el ceño―. Por ello estuvimos entrenando, ¿recuerdas?
―Sí, desde luego no me ha venido nada mal el entrenamiento ―reconocí―. La gravedad de Kaleidoscopya era tan intensa que parecía que los pies se me quedaran pegados al suelo. Por cierto, ¿cuál era el segundo motivo por el que te hiciste invisible aparte de la hibernación?
―Tengo terminantemente prohibido navegar en un planeta que no sea el de mi origen sin el modo de invisibilidad conectado ―reveló Watson―. Tal vez no te fijaste hasta que no te diste la vuelta, pero aterrizamos de forma invisible.
― ¿Por qué esa prohibición? ―pregunté curioso.
―La civilización de la que provengo no permite que pueda contaminar a cualquier otra, Iou ―aclaró Watson―. Por cierto, mantén al grandullón alejado de los botones de mando o tendré que darle una dosis de electricidad.
―No entiendo a qué te refieres con “contaminar” a otra civilización, Watson… ―dije mientras explicaba a Boddah que no debía tocar nada.
― ¿Qué crees que hubiera pasado en el caso de que quienes os perseguían hubieran visto la estructura de la nave?
―Supongo que se hubieran asustado ―afirmé sin mucha seguridad―. ¿A eso te refieres?
―Aunque no lo creas, esos seres antropomorfos de ahí fuera, que parecen medio animales, ya realizan tareas artesanas, construyen algunas herramientas y son capaces de representar artísticamente objetos que observan ―dijo la máquina y la puerta de embarque adquirió de repente la suficiente transparencia como para que pudiera ver a los kalibanes merodear alrededor del lugar donde Boddah y yo habíamos “desaparecido”―. Cuando vuelvan a su poblado contarán a su manera todo lo que han experimentado. Ese relato se perderá con el tiempo porque no tienen la lengua ni la memoria lo suficientemente evolucionadas, pero un par de ellos posiblemente se atreverán a dibujar la hazaña en alguna cueva apartada. Según las directrices de la civilización que me creó, no sería justo que alguien, dentro de unos cuantos milenios, descubriera que alguien externo a su planeta les visitó una vez. Eso sería una infección cultural innecesaria.
―Entiendo ―dije sin que realmente pudiera entender algo sobre lo que nunca había reflexionado.
De repente, Boddah lanzó un grito que reverberó en la amplitud de la sala. Volví la vista y lo sorprendí en posición defensiva apuntando con su lanza hacia la puerta. Los kalibanes parecieron volverse locos y golpeaban al aire con mayor o menor acierto pero, aunque alguno llegó a tocar de casualidad la estructura de la nave, Watson señaló que no había de qué preocuparse, así que intenté tranquilizar al gigantón explicándole, mediante gestos y el Collar Universal, que los kalibanes no podían vernos. Entonces me di cuenta de que Watson tenía razón. De alguna forma, Boddah había descubierto algo que seguramente ninguno de los millones de individuos que en un futuro fueran llegando a Kaleidoscopya descubriría jamás: que alguien de un planeta llamado La Tierra ―que ya no existía, pero que sí lo había hecho― surcaba el Cosmos haciendo paradas en otros planetas y embarcado en una nave que disponía de una inteligencia artificial programada por una civilización que tampoco yo conocía.
En parte me sentí culpable de haberle traído hasta la nave, pues eso había significado robarle su propia naturalidad, la esencia de lo que debería haber sido su existencia junto a los suyos. Sin embargo, por otro lado, los dos nos habíamos salvado la vida mutuamente y de ello había nacido, al menos por mi parte, un cariño paternal hacia alguien al que, de alguna forma curiosa e inexplicable, consideraba débil aun siendo mucho más fuerte que yo. No sé bien por qué, pero la única verdad es que me alegraba de que estuviera vivo.
―Lo siento, Iou, pero Boddah debe volver a su planeta. Es ley de vida ―afirmó secamente Watson.
―Creo que sigue sin gustarme que me leas la mente, Watson ―respondí.
―No puedo hacer lo contrario, Iou. Estoy programado para eso. A diferencia de ti, no tengo tanto margen de voluntad ni de decisión.
―Dejar a Boddah ahí fuera es condenarle a muerte, y no voy a hacer eso con alguien que me ha salvado la vida varias veces cuando podría haberme dejado tirado por el camino para intentar salvar la suya. ¿Entiendes? ―respondí ligeramente enojado, pues no estaba dispuesto a que una máquina decidiera por mí y menos en relación con la vida de alguien que me había ayudado a sobrevivir―. Además, ya no le queda nadie. Su poblado ha sido arrasado por los kalibanes.
―No entiendo sobre compasiones humanas, Iou. Únicamente me limito a seguir órdenes y leer la programación establecida.
―Pues vas a tener que salirte de ella, Watson, porque yo no iré a ningún lado sin Boddah ―afirmé contundentemente.
―Tendré que consultar qué dicen las leyes de dónde provengo para este tipo de asuntos, Iou. De momento necesito que coloques la Piedra Inagotable en la Sala Infinita para producir la energía suficiente como para llegar a nuestro próximo destino. Luego deberíais tomar una ducha y comer una de las píldoras nutritivas.
―De acuerdo ―respondí y siguiendo las instrucciones de Watson abrí la Sala Infinita dejando allí la Piedra inagotable. Watson no dijo palabra durante al menos un minuto en el cual pasó a escucharse un rumor entre metálico y electrónico que siguió constante hasta que la Sala Infinita volvió a abrirse.
―Recoge la Piedra Inagotable y guárdala, Iou. Es posible que te sirva en las próximas paradas ―dictaminó la voz.
La piedra había dejado de brillar y el halo azul había desaparecido totalmente. Tan solo quedaba la forma esférica de una bola algo más grande que la de un billar de un material compacto semejante al acero y que a primera vista no parecía tener nada de especial. Junto a ella había un gran traje blanco de una textura plástica semejante al que me había encontrado en la sala de aseo, varias piezas de ropa interior y un par enorme de botas de goma.
―Son para el gigante ―explicó Watson.
Sin más, llamé a Boddah y nos dirigimos a la estancia de las duchas. Allí surgió, de una de las paredes, una plancha similar ―aunque bastante más grande― a la “cama” en la que hacía ya un año y varias semanas yo había despertado totalmente desorientado.
Cuando acabamos de ducharnos le proporcioné a Boddah el traje y la ropa interior que había recogido de la Sala Infinita. El gigante la miró atentamente, la extendió un par de veces como quien prueba algo en un mercadillo y la tiró en volandas por detrás de su espalda.
― ¿Dónde ropa mía? ―preguntó con mirada preocupada en lo que fue la primera pregunta directa que me hacía, y que entendí a la perfección gracias al Collar Universal.
Cuando Boddah hubo acabado de vestirse con su ropa ―que se limitaba a un taparrabos y un par de pieles rígidas que servían a modo de calzado― Watson le indicó que se tumbara sobre la plancha de la pared y permaneciera lo más quieto posible. El gigante siguió la pauta y se estiró en el soporte colocando los brazos sobre su pecho. Un cristal fino y gelatinoso fue cubriendo poco a poco su cuerpo al tiempo que sus ojos fueron abriendo y cerrándose como un paciente al que han administrado una fuerte anestesia. Algunas cifras alfanuméricas comenzaron a reflejarse en varias partes concretas de su anatomía, las cuales parecían representar datos sobre zonas específicas de su cuerpo.
―Boddah tiene una fractura en el codo, Iou ―diagnosticó Watson―. También dos dedos rotos y, lo que es más preocupante, la cepa de un virus que no tardará en afectarle el hígado y matarle.
Aquello me dejó sin habla unos segundos.
― ¿Se puede hacer algo, Watson?
―Sí, pero me llevará un tiempo largo.
― ¿Y cuánto tardaremos en llegar a nuestro próximo destino?
―Alrededor de dos años.
― ¿¿Dos años?? Entonces tiene tiempo para reponerse ―protesté con cierta ironía pensando en todo el tiempo que pasaría encerrado entre aquellas paredes.
―En dos años vamos a recorrer varios millones de años luz, Iou ―expuso Watson con su voz metálica―. Más no se puede hacer. La física universal tiene unos límites que nadie ni nada puede traspasar.
―Pero seré dos años más viejo… ―dije, sin que acabara de gustarme la idea.
―En realidad no; mediante la hibernación desarrollada por la civilización de donde provengo tu organismo funcionará más lento y envejecerá a un ritmo más pausado ―aclaró Watson―. El tiempo es relativo.
―Tampoco es que eso me reconforté mucho…
―Os despertaré seis meses antes del siguiente destino, para que podáis entrenar vuestros cuerpos y aclimataros antes del desembarque ―puntualizó Watson a los que sonreí, pues eso significaba que Boddah podría tener otra oportunidad―. Ahora debes descansar. Lo has hecho muy bien en tu primera meta y debes seguir adelante. Nos vemos dentro de seis meses ―acabó por despedirse Watson mientras yo me acomodaba sobre la plancha.
Un cinturón de un material consistente cruzó mi pecho mientras una suave sensación de sueño fue apoderándose lentamente de mi cuerpo hasta que mis párpados acabaron por rendirse y todo se convirtió en oscuridad.
De repente, todo aquel increíble y salvaje mundo kaleidoscópyco de dos lunas rosadas, en el que hordas “kalibanes”, colosales pájaros depredadores y criaturas de tres metros pululaban compitiendo entre sí, desapareció y volví forzosamente a la realidad del salón del apartamento de Max. El sonido del teléfono no dejaba de sonar. Era Àlex.
Colgué mi teléfono y le llamé desde el que me había prestado Max.
―Perdona, te quería haber llamado, pero me he entretenido con una cosa… ―dije disculpándome antes de que Àlex llegara a responder.
―No te preocupes, me imaginé que andarías liado. Carol me ha dicho que había hablado contigo. No te quería molestar, pero creo que el tema tiene su importancia… ¿Este teléfono es nuevo?
―Sí, lo tengo temporalmente, pero sigue llamándome al mío cuando quieras hablar conmigo.
―De acuerdo.
― ¿Qué era lo que tenías que contarme?
―Resulta que ayer… cuando salí del club después de que habláramos con el Ruso… me fui para la redacción porque los de deportes habían liado una buena con los ordenadores… Al poco de llegar la recepcionista me avisó de que había dos hombres que preguntaban por mí… ―la voz de Àlex pareció quebrarse―. Cuando llegué a recepción dos armarios trajeados me enseñaron unas placas de la Interpol…
― ¿La Interpol? ¿Sobre qué te preguntaron? ―inquirí impaciente.
―A eso iba… Me dijeron que tenían una orden judicial para poder revisar el correo de las secciones del diario. Lo curioso es que me preguntaron por una dirección de correo determinada y enseguida vi que era la que usáis Carol y tú…
― ¿Les dejaste ver el correo?
― ¿Cómo no iba a hacerlo? Venían con una orden de la Interpol…
― ¿Vieron el relato? ―pregunté preocupado.
―Me imaginaba que me preguntarías eso… ―Àlex rió desde el otro lado de la línea―. ¡Claro que no, capullo! No era muy difícil prever que todo aquello tenía que ver con el tinglado del mensaje… ¡Si incluso al Ruso le pareció extraño!
― ¿Y cómo hiciste para que no lo vieran?
―Soy informático… ¿Recuerdas?
― ¿Y qué hicieron?
―Me preguntaron quién se encargaba del correo de esa sección…
― ¿Y qué les dijiste?
―Lo siento, tío, pero tuve que decirles la verdad… Me amenazaron con que si les mentía podrían volver…
― ¿Les dijiste mi nombre o también el de Carol? ―pregunté preocupado por ella.
―Solo el tuyo… Me negué a meter a Carol en lo que esto pueda suponer… Lo siento…
―No te preocupes…Lo has hecho perfecto, Àlex.
― ¿En serio? Estaba muy preocupado. Te llamé varias veces, pero lo tenías apagado…
―He visto tus llamadas esta mañana, cuando me desperté, pero como tenía pensado ir a la redacción ya no te he llamado. Por cierto… ¿Has vuelto a hablar con Serguéi? ¿Sabes cuándo podría tener los resultados?
―No hemos vuelto a hablar. Supongo que serán los días que dijo. Depende de su contacto en Rusia… De todas formas, yo te llamaré nada más me llame él a mí.
―Me harías un favor si hicieras así, Àlex.
― ¡Pues claro que sí, capullo! Oye… ¿cuándo vamos a jugar ese partido? Quiero ganarte y saber de qué va el asunto del relato ese…
―Ahora voy a estar unos días ocupado con otra cosa… ―mentí pensando en la discreción que Max me había recomendado―. Pero te lo contaré en cuanto sepa un par de cosas más…
―Vale, ¡lo apunto que luego se te olvida! –exclamó el informático-. Ya hablamos. Cuídate.
―Tú también, Àlex. Un abrazo.
Después de hablar con Àlex llamé al director. La verdad es que no me apetecía nada, pero si quería dedicarme los próximos días a investigar un poco aquel asunto, y además mantener mi empleo para cuando volviera, lo mejor era llamar. Volví a usar el teléfono que me había prestado Max.
― ¿Sí?
―Perdone que no le haya llamado antes… ―dije disculpándome.
― ¡Hombre! ¡Contigo quería hablar!
―He estado bastante ocupado esta mañana…
―Lo sé, lo sé… Me llamó alguien explicándome el asunto ―señaló el director―. Deberías habérmelo comentado. ¿Es que no tenemos comunicación? ¡Con todo lo que he hecho yo por ti!
―Sí, bueno…
―No te preocupes, chico. Tienes todos los permisos necesarios para seguir con el curso de esa investigación. Quiero que me traigas el mejor reportaje posible. ¿Para cuándo crees que lo tendrás terminado?
―Ni siquiera acabo de empezar…
―Ya… Claro… Tú cuando lo tengas me avisas y lo metemos en las primeras páginas, ¿eh? A poder ser prontito, que necesitamos reportajes como agua de mayo.
Me pareció curioso que el director no comentara nada sobre la transferencia que Max había hecho. No pude evitarlo:
― ¿Ha llegado una transferencia a la cuenta del diario? Creo que era para cubrir posibles gastos que supongan la investigación…
―Eh… ¿Transferencia? Uhm… No, no me suena… ¿Tenía que llegar?
―Sí, eso me dijeron… ―tenía claro que el director me estaba engañando, pero preferí hacerme el tonto. Solo quería saber hasta qué punto aquel hombre era un personaje sin escrúpulos.
―Pues ni idea, chico… Aquí no ha llegado nada…
―Da igual… Bueno, ya le llamaré cuando sepa algo.
―Perfecto.
Cuando colgué el teléfono me entraron ganas de reír y llorar a la vez. Aquel perfecto imbécil, que no era otro que mi propio director ―que probablemente ya rebasaba la suficiente edad como para ir con tonterías― me estaba intentando tomar el pelo. Yo no era nadie para pedirle cuentas, pues según Max había hecho la transferencia a la empresa en sí y no a mí, pero me dolió que hubiera intentado engañarme tan burdamente y me indignó que ni siquiera me hubiera comentado si necesitaba algún gasto extraordinario para seguir con la investigación. Había pagado a mi casera recientemente y, de no ser por el sobre que me había dado Max, no es que me sobraran los billetes. Por otro lado, ese dinero había llegado gracias a todo aquel asunto y ahora acabaría en el bolsillo de una sola persona. Preferí no darle más vueltas. Supuse que aquella era la mano invisible del mercado de la que los expertos hablaban… Y si eran expertos es porque sabrían lo que decían…
Casi sin darme cuenta, la noche había caído mientras el frío siberiano seguía pegándose a los cristales de las ventanas. Me abrigué y salí al pequeño balcón del apartamento a fumarme un cigarro. Ya habían encendido las farolas del paseo y el mar había dejado de ser azul para confundirse con la noche. Encendí el cigarro y llevé mi mirada al cielo. La contaminación lumínica me impedía ver todas las estrellas, pero sí algunas que no cesaban de parpadear. La verdad es que hacía años que no había mirado hacia el cielo nocturno de Barcelona. Tampoco sabía bien por qué, pero así había sido. Supuse que a veces, muchas más de las que pensábamos, no sabíamos por qué sucedían así las cosas, sino que simplemente nos limitábamos a dejarnos llevar por cómo sucedían.
En el cielo, la Luna alumbraba con su halo plateado las nubes que entraban en su flujo dándoles una silueta fantasmal. Aquello me llevó a preguntarme cuánta gente estaría contemplando la Luna en aquel justo instante desde cualquier otro punto de la Tierra. Aquello llevó a preguntarme qué habrían sentido los astronautas que la hubieran pisado. También cuál sería la sensación de ver la Tierra donde uno siempre ha visto la Luna y al revés. Y entonces acabé por preguntarme si sería posible que alguien de nuestro planeta hubiera viajado más allá alguna vez. Según aquel misterioso relato descrito por alguien del que aún no sabía nada, así había sido. Evidentemente, yo no pensaba igual, pero entonces… ¿Por qué tanto jaleo por un relato que a todas luces era ficticio? ¿Por qué tanto enredo por algo que había escrito alguien anónimo desde su extensa imaginación? ¿Por qué preocuparse por el relato de alguien que se limitaba a describir otros planetas y otras vidas si eso no era posible?
Nunca hasta entonces me había planteado aquellas preguntas. Supongo que tampoco me había parado a pensar en ellas porque simplemente no me habían preocupado lo más mínimo. Sin embargo, ahora comenzaba a planteármelas de forma que, por un momento, me pareció ver algo más allá de aquel pedazo de roca lunar que yo siempre había dado por sentado como lógico y normal.
Volví a entrar en el salón y me senté frente a aquella ventana al infinito que significaba un ordenador con Internet. Abrí el navegador y sobre el buscador tecleé “Charles Gasán”, pero no obtuve ningún resultado. No me di por vencido y guiado por lo que se decía en el relato busqué información sobre algún tipo de web que pudiera tener la Agencia Espacial Europea. El buscador lanzó miles de resultados y finalmente localicé la web de la agencia. Tras un buen rato navegando por sus páginas al fin di con un número de teléfono que, según el prefijo, estaba ubicado en Francia. Llamé y una mujer me atendió antes de dar tres tonos.
― ¿Allô?
Mi francés no era muy bueno así que probé a comunicarme con ella en inglés.
― ¿Agencia Espacial Europea?
―Sí, digame.
― ¿Cómo podría hacer para localizar a alguien que trabaja allí?
― ¿En París?
―Eh… Supongo que sí… ¿Hay más sitios?
―Sí, claro. Usted ha llamado a la sede principal, pero también están las bases de operaciones científicas de Noordwijk o de Valencia; las misiones de observatorio, que están radicadas en Italia; el Centro Europeo de Astronautas está en Colonia; el Centro Europeo de Astronomía Espacial en Madrid; y el ESOC, que es el control de misiones, está en una ciudad alemana llamada Darmstadt.
La cosa comenzaba a ponerse difícil.
― ¿Y cómo puedo saber dónde trabaja esta persona en concreto?
―Para eso debería ponerse en contacto con el departamento de personal ―reveló la mujer.
― ¿Podría pasarme usted directamente?
―Sí, espere un minuto, por favor.
La mujer activó una melodía musical para amenizar mi espera hasta que contestó otra voz, esta vez masculina.
― ¿Allô?
―Buenas tardes, necesitaría saber en qué módulo de la agencia está una persona concreta. Tengo que ponerme en contacto con ella y desconozco la extensión de su teléfono o su correo electrónico ―expuse en mi poco entrenado inglés.
―Dígame su nombre para hacer una búsqueda en la base de datos, por favor.
―Charles Gasán… Con acento en la a –puntualicé.
―No aparece nada con ese nombre, señor…
No me sorprendió la respuesta de aquel hombre porque aquello venía a confirmar mi primera hipótesis de que el tal Gasán no sería más que un personaje literario de aquel relato ficticio.
― ¿Está seguro?
―Así es, señor. No viene nada por el apellido “Gasán”.
―De acuerdo. Muchas gracias y perdone las molestias.
―No hay de qué.
Mi primer acercamiento a la investigación no había dado ningún resultado. Por mucho que hubiera querido seguir aquella pista del relato, si no existía el tal Gasán los cauces de la investigación quedarían pendientes únicamente del resultado del contacto ruso de Serguéi. De todas formas, seguí sin darme por vencido tan pronto y llamé a Àlex en un último intento para ver si a él se le ocurriría alguna forma de encontrar algo de información sobre aquel supuesto astrofísico que trabajaba en la Agencia Espacial Europea.
― ¿Àlex?
―Me va bien mañana y pasado… ¿A qué hora?
― ¿Cómo? ―pregunté sin entender a qué se estaba refiriendo.
―El partido de squash… ¡Pensaba que me llamabas para eso!
―No tengas prisa por perder… ―dije en tono de broma―. Necesito que me ayudes con una cosa.
―Dispara.
―Estoy intentando localizar a una persona que trabaja en la Agencia Espacial Europea, pero no lo consigo… ¿Sabes de algún sistema en Internet para buscar personas o algo así?
― ¿Has probado a llamar? Seguramente sea lo más sencillo…
―Sí, me ha tocado llamar a Francia, pero no les consta el apellido que busco en su base de datos…
― ¿Cómo se escribe el apellido?
―Gasán.
― ¿Con acento en la a?
―Sí.
―Entonces puede ser por eso…
― ¿Cómo?
―Me refiero al acento… es posible que la base de datos que manejen allí no sepa diferenciar los acentos.
― ¿Me estás diciendo que la Agencia Espacial Europea no habrá previsto algo así?
―Te sorprendería si supieras la cantidad de casos así que hay… Supongo que no se le da la importancia que realmente tiene…No sé, a mí ya no me sorprenden esas cosas…
Me parecía inaudito lo que me estaba contando Àlex, pero de repente se había abierto otra posibilidad y lo que tenía claro es que no la iba a desperdiciar por una llamada.
―Está bien. Voy a llamar a ver. Gracias por la idea, Al. Vamos hablando.
―Claro… Voy afilando la raqueta…
―Te llamaré en breve, no te preocupes. Cuídate.
Volví a llamar a la sede francesa de la agencia y de nuevo pedí que me pasaran con el departamento de personal.
― ¿Allô?
―Perdone, he llamado hace un rato en referencia a una consulta de personal.
―Dígame.
― ¿Sería posible que hiciera la búsqueda sin el acento del apellido?
― ¿Me lo puede deletrear, por favor?
―G―a―s―a―n
― ¿Nombre?
―C―h―a―r―l―e―s
―Un momento, por favor.
Otra melodía clásica volvió a sonar para amenizar la espera. Aunque más que amenizarme, aquella expectación hizo que me pusiera más nervioso.
―Señor, ¿la persona que está buscando es astrofísico?
Una irresistible palpitación absorbió todas las sensaciones de mi cuerpo. ¿Podía ser posible?
―Sí, así es… ―afirmé en un estado casi hipnótico.
―Está en el control de misiones, en Darmstadt.
― ¿Tiene algún número de teléfono o dirección correo electrónico con el que poder localizarle?
―Sí, apunte ―sugirió la voz.
Anoté los datos que me dio el desconocido, le agradecí la atención prestada y colgué.
Tenía en mis manos una primera pista con la que tirar de la madeja. Ahora, la cuestión era no enredar el hilo. Miré el número de teléfono escrito en el papel. Comenzaba por 49, que supuse sería el prefijo de Alemania. Marque el número y una voz amable me respondió directamente en inglés.
―Buenas tardes, ¿podría hablar con Charles Gasán?
―Está hablando con él en este mismo momento ―desveló la voz. ¿En qué puedo ayudarle?
―Verá… ―la verdad es que no sabía cómo empezar―. Soy periodista del diario El Continental; estoy siguiendo una investigación sobre un texto en el cual aparece su nombre…
― ¿Qué tipo de texto? ―inquirió la voz en una natural reacción de curiosidad―. ¿Se refiere a alguno científico?
―No exactamente…
―Entonces no me interesa, gracias.
―Solo quiero hacerle un par de preguntas… ―El sonido parpadeante del auricular reveló que Gasán había colgado.
Ahora que sabía que aquella persona era extrañamente real, y no un mero personaje de novela, tenía que aferrarme a lo que pudiera contarme. Tenía que dejar pasar algo de tiempo para que Gasán no se sintiera molesto. El objetivo era que el siguiente intento no se convirtiera en intentona.
Aproveché para dar de comer a Pipo y volví a llamar, pero nadie lo cogió. Miré el reloj. Pasaban de las 20:00. Probablemente ya hubiera acabado su jornada. Hasta el día siguiente no podría seguir tirando de la madeja.
Mientras cenaba no pude evitar pensar en toda aquella historia. ¿Quién sería el tal Max? ¿Cómo habría conseguido localizarme? ¿Por qué le interesaría que investigara aquel relato? ¿Quiénes eran las personas que me seguían? ¿Quién lo habría escrito? ¿Por qué aparecía entre sus líneas el nombre de Charles Gasán y no otra persona? ¿Era seria la posibilidad que manejaban Àlex y su colega Serguéi de que el envío procediera de una tecnología desconocida? Y lo que todavía no llegaba a entender… ¿Por qué había llegado aquel relato a la sección que Carol y yo compartíamos en El Continental?
Para poder llegar a responder todas aquellas preguntas debía entrevistarme con Gasán. Sin embargo, había una posibilidad manifiesta de que no quisiera atenderme. Me pregunté qué habría hecho una periodista infatigable como Carol en aquella situación. Conociéndola era factible pensar que habría evitado el contacto telefónico, ya que, según había dejado caer muchas veces desde que la había conocido, el contacto por teléfono era demasiado frío y distante y además posibilitaba que la otra persona pudiera encerrarse en el caparazón del silencio en cualquier momento. Entonces pensé que quizás debería arriesgar tanto como habría hecho mi admirada Carol…
Sin dudarlo, me senté frente al ordenador y busqué en qué parte de Alemania estaba Darmstadt y cuál sería el aeropuerto más cercano. Según el mapa quedaba a no más de 40 kilómetros de Frankfurt. Eso era perfecto, pues sabía que desde Barcelona había vuelos directos. La cuestión, más que nada dada mi situación económica, era saber cuánto costaba un billete para el día siguiente. El buscador me redirigió hasta una web de reserva electrónica en la que comprobé que el precio era desorbitado. Si decidía comprarlo tal vez no llegara ni a cinco euros lo que quedara en mi cuenta corriente.
Busqué el sobre que me había dado Max y repasé algunos números. Con una parte del dinero que había allí tenía suficiente como para costearme el viaje y además cubrir cualquier gasto extraordinario que pudiera surgir. Según el portal, el avión despegaba de Barcelona a las 7:45 y aterrizaba en Frankfurt a las 10:10. El jueves, sobre la misma hora, volvería a estar en España. Había un problema y es que no quería dejar solo a Pipo. Llamé a Àlex y, aunque tenía razón cuando comentó que aquellas serían horas muy tempranas para uno de los pocos festivos que tenía, final-mente accedió a quedárselo. Hice una ligera maleta, cené algo rápido y me fui a dormir sin perder un segundo.
El Sol todavía dormía cuando el despertador sonó con puntualidad inglesa a las 5:40. Al salir de la cama pronostiqué, cual presentador del tiempo, que aquel miércoles seguiría siendo tan frío como los días anteriores. Si no fuera porque el clima no tiene personalidad, podría haberse dicho que parecía que la ola siberiana se hubiera enamorado de Barcelona.
Después de que Pipo y yo desayunáramos, le puse la correa, recogí la pequeña maleta y nos dirigimos a casa de Àlex, quien me abrió con evidentes marcas de almohada en la cara. Le agradecí que se hiciera cargo de Pipo a aquellas horas intempestivas y me fui lo más rápido que pude hacia el aeropuerto. Por suerte, el tráfico a aquellas horas todavía era escaso y pude llegar con la aconsejada hora de antelación. Cuando entré fui directamente a la cafetería, pedí un café y pregunté si les había llegado ya algún diario. El camarero me respondió que no, así que pensé que lo mejor sería seguir leyendo algún capítulo de aquel relato misterioso que a su vez era la piedra angular de toda aquella historia y de aquel viaje. Sin em-bargo, cuando fui a echar mano del lector me percaté de que las prisas me habían traicionado. El libro electrónico se había quedado en la mesa del salón. Entre que iba a y volvía el avión ya habría despegado. Ya era tarde. Cuando no me había dado cuenta volaba rumbo a Alemania.
En el exterior del inmenso aeropuerto de Frankfurt alquilé un coche, puse la calefacción y salí hacia Darmstadt. Según la pantalla del GPS integrado no estaba a más de 28 kilómetros de allí. El reloj marcaba las 10:30, así que aproveché para tomármelo con calma y contemplar el hermoso paisaje nevado que había en la zona colindante de la autovía.
No tardé más de veinte minutos en llegar a Darmstadt. Busqué en el GPS cualquier cosa que tuviera que ver con el Centro Europeo de Operaciones Espaciales y sus siglas pudieron leerse rápidamente (ESOC). Seleccioné el destino y en pantalla me apareció la dirección: el número 5 de la calle Robert Bosch.
Aparqué fuera del recinto, ya que una pequeña barrera amarilla y negra impedía el acceso desautorizado. La fachada del edificio era de una tonalidad huesuda y estaba llena de ventanas rectilíneas. A diferencia de lo que había pensado, no se trataba de un edificio muy alto, pues contando la base no tenía más de cuatro plantas. Por el contrario, su estructura era ancha y alargada, dividida por varias partes centrales más altas y estrechas. En la azotea, sobre la última planta, una serie de banderas de diferentes nacionalidades europeas ondeaban al viento en una tela decolorada por el Sol. Un guardia de seguridad con pinta de no muchos amigos me recibió en la entrada. Le mostré mis credenciales de periodista y tras varias preguntas me dejó pasar al interior. En la recepción, una chica muy amable me preguntó por mi visita, a lo que respondí que estaba buscando a Charles Gasán para entrevistarme con él. La mujer tecleó varias veces en su ordenador.
―El profesor Gasán está en la segunda planta, despacho número diez ―dijo con un perfecto inglés.
Le agradecí la atención y subí con el ascensor.
Cuando llegué a la altura del despacho del profesor Gasán me detuve unos segundos frente a la puerta pensando cómo comenzaría aquella conversación, pues la verdad es que lo que tenía que decir podía sonar un tanto extravagante. Me imaginé que para alguien tan estudioso de la realidad como un astrofísico aquella historia del relato sería poco más que una majadería y que no tardaría en echarme. A eso había que añadir el hecho de que, al haber olvidado el lector, no tenía absolutamente nada que mostrar como base de mis afirmaciones. Mi despiste innato me había vuelto a jugar una mala pasada. Estaba convencido de que abriría la puerta y me encontraría con alguien mucho mayor que yo, de una formalidad congénita que se prestaría más bien poco al humor y que me analizaría de forma inquisitiva a través de sus gafas graduadas mientras hacía operaciones matemáticas que yo jamás llegaría a entender en siete vidas.
Aun así, me armé de valor y llamé a la puerta con decisión.
― ¡Adelante! ―dijo una voz desde el otro lado.
Cuando abrí la puerta me encontré con el profesor Gasán tocando unos timbales en el suelo de forma que sus hombros se movían frenéticamente al ritmo de sus manos. No debía tener más de treinta y cinco años y unas rastas de un rubio oxigenado caían sobre un redondeado rostro del que sobresalían unos grandes ojos azules de una tonalidad tan clara que parecían ser casi transparentes. Curiosamente, sus anchas facciones parecían las características de la raza negra, pero de negro no tenía nada. El color de su piel era totalmente sonrosado, más incluso que la de cualquier blanco.
El profesor sonrió y detuvo sus manos.
― ¿Sabe cómo me llamaban en el colegio?
Negué con la cabeza.
―Usted vive en Barcelona, ¿no?
Me sorprendió mucho el hecho de que aquel hombre supiera algo de mí sin siquiera haber abierto la boca.
― ¿Cómo lo sabe? ―pregunté curioso.
―Hombre, adivino no soy todavía… La recepcionista acaba de avisarme que subía alguien para entrevistarse conmigo, así que deduje que debía ser el periodista de ayer. Y usted mismo me dijo en nuestra conversación de ayer que trabaja para El Continental, que si no recuerdo mal tiene su sede en Barcelona, ¿no?
―Ah, claro… ―me avergoncé un poco al no haber pensado en esa opción y aproveché para sacar mis credenciales del diario.
― ¿Usted nunca fue a ver a Copito de Nieve?
― ¿Se refiere al gorila?
―Sí. Fue el único gorila albino que se haya conocido en la Tierra. A mí me llamaban así cuando iba al colegio… Todo vino a raíz de una visita al zoo de Barcelona. Ya sabe… cuando somos pequeños somos muy creativos para poner apodos…
―Fui una vez con mis padres ―respondí tardíamente.
― ¿Y qué le pareció?
―Pues… ―pensé bien mis palabras para no cagarla―. Un gorila especial…
Gasán comenzó a reír tan fuerte que por un momento pareció que fueran a agrietarse los cristales.
― ¡Pero si ese era gorila tan cabrón como los otros! ¡Anda que no se llevaba la gente platanazos cuando se enfadaba! ¡Encima de que iban a verle! En realidad, lo único que tenía de especial es que tenía un albinismo oculocutaneo debido a una mutación genética que afecta al melanoma, que es lo mismo que me pasa a mí. Pero por dentro Copito era tan gorila como cualquier gorila, de la misma forma que yo soy tan negro como Bob Marley… Aunque canto bastante mal, eso sí…
El físico sonrió estirando sus gruesos labios sonrosados, se sentó sobre su amplia mesa de trabajo y me ofreció asiento.
―Cuénteme, ¿qué es exactamente a lo que ha venido?
Había llegado el momento de contar el excéntrico motivo de mi visita. No sabía por dónde empezar.
―Verá… anteayer recibí un correo electrónico en el que se adjuntaba un relato… el informático que trabaja en nuestra redacción vio algo extraño en cuanto a la procedencia de ese mensaje y se lo mandó a un amigo experto para que lo analizara. Según él, el correo fue mandado desde una tecnología desconocida que usa protocolos que no son estándar…
―Creo que ya sé por dónde va… ―dijo el profesor, esta vez mucho más serio, al tiempo que se levantaba de la mesa y se dirigía hacia la puerta―, pero nosotros solo nos dedicamos a los satélites, no a los correos electrónicos. Pregunte en otro tipo de agencias porque aquí no va a resolver nada que tenga que ver con eso.
―He venido desde Barcelona hasta aquí solo para contarle ésto. Le rogaría que me dejara acabar ―dije con total seguridad.
El profesor volvió a sentarse sobre la mesa.
―No estoy aquí por el origen del relato –puntualicé-, sino porque su nombre sale en el mismo…
―Sí, eso ya me lo dijo ayer. ¿Y de qué se supone que va el texto?
―Al parecer se trata de un relato escrito por alguien que usted conoce… ―dije sin más preámbulos.
― ¿Y de qué va ese relato? ―insistió el profesor Gasán con sus clarísimos ojos puestos sobre los míos.
―Es… Bueno… ―esta era la parte difícil―… Es alguien que narra cómo un día se despierta en plena oscuridad y no sabe dónde se encuentra…
― ¿Y? ―era evidente que el profesor quería que fuera al grano.
―Pues resulta que está en una especie de nave espacial dotada de cierta inteligencia artificial… Y desde ella ve como impacta un asteroide contra la Tierra…
El profesor Gasán no hizo ningún gesto, ninguna mueca, nada que pudiera facilitar alguna idea sobre qué le había parecido lo que acababa de contarle. Finalmente echó una de sus sonoras carcajadas al aire y preguntó:
― ¿Usted ha bebido o fumado algo extraño antes de venir a verme? Mire… yo no tengo tiempo para historias. El poco tiempo libre que tengo lo dedico a tocar los bongos, así que si es tan amable… ―Gasán abrió la puerta y señaló la salida.
Antes de que el físico me echara decidí jugar mis últimas cartas.
― ¿Le dice algo el apodo de “viajero de las estrellas”?
Los rosados párpados de Gasán se abrieron de pronto y pude observar lo azulado de sus ojos. En realidad, no es que fueran azules, es que parecía faltarles color.
― ¿Cómo sabe usted eso?
―Se lo estoy explicando, pero no me deja… ¿Le suena una fotografía que la sonda Voyager I tomó desde la órbita de Neptuno en el que la Tierra parecía una mota de polvo?
Gasán se quedó petrificado.
―Es mi fotografía científica favorita… Pero ¿cómo…?
― ¿Es cierto que la vio por primera vez gracias a una revista que le mandó su primo, o un amigo de su primo, desde Florida? –pregunté sin más reparos.
La cara del profesor se convirtió en un poema. Incluso pareció molestarse.
― ¿Cómo ha obtenido esa información?
―Todo eso venía escrito en el texto que le digo…
― ¿Y quién lo ha escrito? ―por primera vez el físico mostraba algo de interés.
―No lo sé… Yo he venido para que me lo diga usted.
― ¿Yo? El que ha leído el texto es usted…
― ¿Recuerda con quién iba de adolescente a ver las estrellas desde algún parque? ―pregunté, y el astrofísico llevó su pálida mirada hacia la ventana intentando recordar―. ¿Recuerda a quién avisó para ver aquella fotografía juntos? ¿Recuerda con quién comentaba el problema de Monty Hall al volver del colegio?
Gasán salió de su letargo y sus ojos suplieron la falta de color por una nostalgia que enterneció su mirada.
― ¿Se refiere a Samuel Ofey?
―No lo sé… ―dije mientras apuntaba el nombre en un papel―. En el relato cuenta que perdió parte de sus memorias… Y aunque le va a parecer ridículo, escribe que fue la nave quien le bautizó con el nombre de Iou Plancton. ¿Ofey se escribe con una sola efe o con dos?
―Con una… Y acaba en y griega, en vez de latina –puntualizó Gasán.
― ¿Podría contarme algo más sobre el señor Ofey?
―Nos conocimos en el colegio, en Barcelona. Su padre y el mío hicieron buenas migas porque los dos eran norteamericanos cuyas empresas habían enviado a España por motivos de trabajo. Ellos ya se conocían cuando nosotros nacimos…
―Iban a clase juntos, ¿no?
―Sí ―Gasán sonrió―. Ofey me salvó unas cuantas veces en el colegio… Imagínese… Yo era un negro en una época en la que los negros no solían verse en España. Pero es que además era un negro con la piel más rosada que cualquier blanco lo cual me hacía aún más raro. Ni siquiera cuando iba a Estados Unidos los negros se sentían cómodos con mi presencia… En cambio, Ofey jamás me trató de forma diferente. “Ellos ven un color, yo solo veo una mutación genética fruto del azar. A cualquier jugador de la NBA también le podría haber pasado” me decía muchas veces para consolarme. En aquella época nadie me había tratado tan bien como lo hizo él. Sin duda fue mi mejor amigo en aquellos años –recordó el físico con su mirada puesta sobre la lejanía que se veía desde una de las ventanas.
―En el relato escribe que discutieron a raíz de la fotografía de la Voyager…
―Sí, la verdad es que fui un poco cansino… ―el físico me invitó a ver la fotografía en cuestión en una de las paredes de su despacho en la que tenía varias enmarcadas―. Recuerdo que aquel día Ofey venía de jugar un partido de baloncesto… Creo que no les había ido nada bien… Y yo, que estaba ansioso por darle la noticia de aquella fotografía, no dejé de llamar a su casa para ver si estaba… En aquella época no había móviles, claro…
La fotografía era tal y como se describía en el relato. Un pequeño punto, no más grande que uno hecho con la punta de un bolígrafo, parecía suspenderse en una capa de rayos solares de la misma forma que una mota de polvo se suspende de los que entran por la ventana de cualquier habitación ubicada en cualquier rincón de la Tierra. Me impresionó que toda la inmensidad de la Tierra, geográfica, histórica y social estuviera comprimida en un punto tan pequeño del que ni siquiera podía distinguirse que fuera azul.
―El espacio también es relativo, al igual que el tiempo ―añadió Gasán ante el desconcierto con el que yo miraba la fotografía.
―En el relato se cuenta que ya no volvieron a verse…
Gasán seguía totalmente sorprendido ante lo que le estaba contando. Parecía no creer que pudiera saber tanto sobre él.
―Así es… A mí padre lo trasladaron y volvimos a Estados Unidos… Fue una pena… A mí me encantaba la parte catalana de España. Eché mucho de menos Barcelona. Y también a Ofey, claro…
― ¿Le dice algo el nombre de Venus?
― ¿Se refiere al planeta? ―preguntó Gasán llevando la cuestión, comprensiblemente, a su terreno.
―Perdone, me refería a un nombre de mujer…
―Ah… Ni idea. ¿Y por qué no se pone en contacto con Ofey? Si lo ha escrito él le podrá contar mejor, ¿no? –propuso el profesor.
―Sí, es el siguiente paso… ¿Sabe si todavía vive en Barcelona?
―No sabría decirle…
Estreché la mano del profesor Gasán y agradecí que se hubiera prestado a ayudarme.
―Llámeme cuando sepa algo, ahora tengo la intriga de saber a qué se debe todo lo que me ha estado contando ―dijo el físico dándome una tarjeta personal con su número de teléfono particular.
―No se preocupe, le mantendré informado.
Salí del ESOC en busca de algún alojamiento que no tardé en encontrar y me instalé con mi pequeña maleta.
Por la tarde, cuando el Sol había comenzado a agonizar ante el nevado paisaje de Darmstadt, salí a dar un paseo por los alrededores. A la altura de Luisenplatz, la plaza principal de la localidad, un ligero e insistente temblor comenzó a vibrar en uno de mis bolsillos. Era Carol. Colgué la llamada y la llamé desde el teléfono que me había dado Max.
― ¿Qué tal te va, investigador? ―respondió ella desde el otro lado de la línea.
―Bien, de momento no me quejo… Tengo varios cabos y de momento no se ha hecho ningún nudo… ―dije en argot periodístico en referencia a unas que pistas seguían llevando a otras―. ¿Tú qué tal?
―Bien también… Ayer fui a comer con Sam y espero tener listo el reportaje de arte para este fin de semana.
― ¿Quién es Sam?
―El profesor de literatura del que te hablé, ¿recuerdas?
― ¿Sam proviene de Samuel? ―pregunté curioso ante la causalidad que podía suponer haber escuchado el mismo nombre dos veces en un momento.
―No lo sé… No le pregunté. ¿Por qué lo dices?
―Simple curiosidad…
―Oye, ¿dónde estás? Se te oye un poco mal ―se quejó Carol.
―Estoy fuera de España, tal vez sea el cruce de líneas…
― ¿Fuera de España? ¿Se puede saber dónde?
―Cerca de Frankfurt…
― ¿A qué has ido si puede saberse? ¿Me lo vas a contar o todavía es top secret?
―Quería hablar con alguien en referencia a aquel relato que recibimos… Pero se me olvidó en casa y tampoco hemos hablado mucho… ―dije en un intento por no explicar más allá de lo que Max me había sugerido.
― ¿Te refieres al que venía en aquel correo electrónico?
―Sí.
― ¿Te has llevado el portátil?
―Sí, lo llevo en la maleta, pero borré la copia que tenía ahí…
―No, no… Lo digo porque si te puedes conectar a Internet, yo uso una web que sirve para que los correos entrantes se hagan copia allí… El que buscas debe de estar allí. Te doy el usuario y la contraseña. Apunta.
Una vez más la metódica y previsora Carol estaba solucionando todos mis problemas de despiste innato.
―Eres la mejor, Carol. No sé qué haría sin ti…
―No creas que te va a salir gratis… Cuando vuelvas me tendrás que traer durante una semana el café a la mesa.
― ¡Eso está hecho!
―Venga, ya me contarás…
―No lo dudes… Ciao, Carol.
Antes de volver hacia el hotel me sucedió una cosa que me pareció muy extraña. A lo lejos, todavía sobre los adoquines de la Luisenplatz, distinguí la figura de un hombre que parecía observarme fijamente desde la distancia. No podía distinguir bien su rostro, pero hubiera jurado que llevaba un tres cuartos tan parecido como el que llevaba el misterioso Max. Cuando comencé a andar hacia allí un camión cruzó entre nuestro ángulo de visión y dos segundos después el hombre ya no estaba. Por mucho que intenté localizarlo con la mirada no lo conseguí. Parecía que la tierra se lo hubiera tragado de repente.
Al llegar al hotel me aseguré de que tuvieran conexión wi―fi. La recepcionista me lo confirmó y me dio la tarjeta de la habitación. Después de cenar, ya acomodado en la habitación, abrí la maleta y encendí el portátil. Conecté con la red del hotel e introduje el usuario y la contraseña en la web que Carol me había dado por teléfono. Tal y como me había explicado, la web guardaba una copia de todos los correos que habían llegado a la bandeja de entrada de la sección en el último mes. Localicé el del relato y seguí la lectura por el capítulo en el que la había dejado.
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Hace unos pocos años, un periodista de un pequeño diario de Barcelona recibió un correo electrónico anónimo en el que se adjuntaba un relato escrito por alguien que aseguraba haberlo enviado desde fuera de la Tierra. Ese relato se titulaba PLANCTON y en él se describían varios secretos sobre el funcionamiento del Universo narrados por alguien que además afirmada haber vivido todo tipo de aventuras en el futuro.
Aquel relato, PLANCTON, fue el comienzo de una minuciosa labor periodística que acabó dando forma a este libro, el cual narra la primera parte de todo lo que supuso investigar el origen de aquel mensaje anónimo y de cómo un texto escrito por alguien desconocido puede llegar a trastocar la percepción de la realidad de otras personas.
Hace unos pocos años, un periodista de un pequeño diario de Barcelona recibió un correo electrónico anónimo en el que se adjuntaba un relato escrito por alguien de La Tierra que aseguraba haberlo enviado desde fuera del planeta. Ese relato se titulaba PLANCTON y en él se describían varios secretos sobre el funcionamiento del Universo narrados por alguien que decía haber vivido todo tipo de aventuras en el futuro.
Aquel relato, PLANCTON, fue el comienzo de en una minuciosa labor periodística que acabó dando forma a este libro, el cual narra la primera parte de todo lo que supuso investigar el origen de aquel mensaje anónimo y de cómo un texto escrito por alguien desconocido puede llegar a trastocar la percepción de la realidad de otras personas.
Narrador anónimo de PLANCTON. Según su relato, viajero espacial sin saber cómo ni por qué. Pareja de Venus. Odia el sonido del tic-tac de los relojes.
Especialista en todo lo denomindo freak: cómics, robótica y teconología en general. Ella, o más bien parte de ella, se verá envuelta en esta historia de forma absolutamente inesperada. Le encanta el sonido del tic-tac de los relojes.
Profesor de Física. Cuando no está desentrañando alguna ecuación le encanta tocar los timbales. Perfil muy útil para aventuras inesperadas. Es albino, pero con las rastas casi no se nota.
Mundos y tiempos distintos, pero una misma esencia. Primitivo y desconfiado, pero de buen carácter. Fuerza bruta que Iou irá puliendo durante su increíble travesía.
Científico de un planeta llamado Undoria. Padre de Deelan. Forjador de Hexa y Random. Personaje clave para entender la historia de PLANCTON.
Su padre, Ádalen, fue el forjador de Hexo y Random. Se unirá al equipo de Iou en su lucha contra Neorex en Undoria, formando parte esencial del mismo.
Androide inteligente capaz de entender emociones. Puede articular seis brazos para realizar cosas más rápidamente. Acompañará a Iou en su aventura, tal y como Ádalen había programado.
Robot de generación anterior a HEXA. Pequeño pero matón. Todas sus decisiones son aleatorias. También fue forjado por Ádalen.
Transportará a Iou a distintos planetas para que éste pueda recoger las Piedras Inagotables que sirven de combustible.
Cyborg de Última Generación, con apariencia externa biológica, pero interior de puro metal. Aspirante a dictador de todo un planeta llamado Undoria.
A partir de un correo electrónico anónimo, en el que se adjuntaba un misterioso relato titulado PLANCTON, comenzará una laboriosa investigación que más tarde se convertiría en la publicación de este libro.
Intermediario entre mundos y tiempos. Parco en palabras, las justas para explicarle a Kevin el origen de PLANCTON y ayudarle a cumplir con su misión.
Su olfato periodístico y su afán por la verdad serán de gran ayuda en las primeras etapas de la investigación de PLANCTON.
Sección de Informática de El Continental y amigo de Serguei, "el Ruso". Buen amigo de Kevin, el cual le ayudará en los albores de su investigación periodística.
Junto a Àlex, ayudará a Kevin a resolver el misterioso origen de PLANCTON en las primeras etapas de su investigación.
Mascota por no decir compañero de vida. Le encanta que le rasquen el lomo. Sólo ha ladrado dos veces en cinco años.
Kevin Carter es el pseudónimo que escogí como homenaje a un fotógrafo sudafricano, ganador de un premio Pulitzer, y que fue juzgado y condenado por una masa irreflexiva que se empecinó en acusar al mensajero en vez de reflexionar sobre el porqué de las cosas.
Desgraciadamente, las cosas no han cambiado.